lunes, 22 de agosto de 2011

Siberia Extremeña




El verano... época atroz, de pastos dorados, caminos polvorientos, con el verde de las encinas y arbustos desgastado por el sol. Imagen de sabana africana. Estampa vaporosa y ardiente, cual flama de dragón. Reafirmando la idea anglosajona de que el continente africano comenzara al sur de los Pirineos.
Esa región, maldita, hacía honor a su nombre. En verano, la siesta era obligación, los rayos de sol incidían con tal violencia que tenías la sensación de desvanecerte bajo una lluvia de ácidos sulfurosos. La caída de la tarde se recibía como milagro divino, el momento en que la gente se atrevía, tímidamente, a abandonar sus refugios de ladrillo y cemento, hábilmente encalados, intentando reflejar los rayos abrasadores más allá de donde habita el sueño de mediodía.

En verano todo parecía raquítico, como si el sol y el aire polvoriento y caliente no dejasen levantar cabeza ni a las robustas encinas, o incluso a las tranquilas piedras. Sólo las chicharras disfrutaban. Por eso el atardecer era tan espectacular, mágico, diría yo. Con una belleza totalmente distinta a la de cualquier otro lugar. El Sol ocultándose llenaba a todos de esperanza: - “Un día menos”, “Seguro que pronto refrescará”, “Esta noche no será tan calurosa”...


Mientras los últimos rayos anaranjados del astro rey se reflejan en la superficie pulida de algún pantano, los murciélagos comienzan su frenética caza de insectos. Las ánimas se despiertan. Hasta la oscura noche, que a menudo se nos torna amenazadora, resulta ahora, en su escala de grises y negros, el más acogedor de los hogares, bajo un brillante e impoluto techo de estrellas.