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lunes, 2 de diciembre de 2019

El programador prescindible

La verdad, no sé porqué acabé adquiriendo el oficio de programador. Bueno, tengo algunas sospechas: es lo que demandaba el mercado y yo nunca tuve muy claro a qué quería dedicarme. Así que, cuando todo da lo mismo ¿Por qué no hacer programas...?
Es una tarea entretenida, como hacer crucigramas -aunque creo que sólo habré completado uno o dos en mi vida-. Quizá se parezca más a diseñar crucigramas. Crucigramas tan grandes y complejos que necesites la ayuda de un equipo de personas.
 
Nunca recibí una formación específica en programación -no al menos al nivel que demandan las empresas-. Nos pasa a muchos de los trabajamos en el sector. Así que, hay que hacer grandes esfuerzos para que toda la gente que pasa por los proyectos siga unas pautas y unos estándares que hagan medianamente inteligible el código.
Por tanto, no es una tarea solitaria, tienes que estar continuamente comunicándote con los que forman parte del proyecto. Y, a la vez, requiere una gran concentración. Así que, esas dos facetas entran en conflicto -hablar desconcentra y desconcierta-.
 
A muchos programadores no les gusta hablar y, si lo hacen, es de la misma forma a como escriben el código: preciso y útil. Todo en una línea muy corta y donde cada carácter representa algún concepto -que luego hay que desglosar y desarrollar para saber qué carajos quiere decir-. Algo así como si fueran profetas de una religión revelada.
A mí, no me gusta hablar. Pero me gusta que el código ocupe su espacio, que los nombres de métodos y variables sean descriptivos, que cualquiera que lo vea sepa qué se está haciendo sin tener que buscar en los comentarios o la documentación. Claro que, hay lenguajes que no facilitan nada escribir código de esa manera. Y, además, están las preferencias y la experiencia de cada cual, los giros en la funcionalidad original, las rectificaciones...
-¡La aplicación funciona! -Decimos con voz solemne e irritada cuando alguien nos echa en cara que el código que hemos escrito es una porquería y no hay quien lo entienda.
 
A groso modo, hacer programas no es tan diferente de cualquier otra tarea que requiera un diseño y una construcción. De hecho, arquitectos, ingenieros, mecánicos, albañiles, novelistas... usan términos similares para referirse a sus oficios. Y, por supuesto, también hay mucha variedad dependiendo de a qué sector va dirigida la actividad. No es lo mismo construir rascacielos que casas a ras de suelo -o aplicaciones para un banco que para un colegio-. Y, luego, a cada uno le gusta revestirse de cierto halo místico -o especializado-: el arquitecto artista, el programador diseñador, el ingeniero humanista, el eficiente, el duro, el cruel, el que consigue los objetivos...
El de programador es un oficio con muchas posibilidades, las puedes aprovechar para ganar mucho dinero, para enseñar a otros, para ayudar -software libre-, para lanzarte a la gestión de proyectos, a la dirección de empresas...
Yo, la verdad, nunca le he dado mucha importancia. Estudié teleco y la programación era una cosa así como residual, como que no había que dedicarse a eso -hacerlo era igual a haber fracasado-. Como si un arquitecto se dedicara a construir casas, un ingeniero industrial a arreglar coches, o un informático a reparar ordenadores. Porque hay que aspirar siempre a lo máximo: a presidente de los EEUU. Tener súbditos, gente que obedezca tus órdenes mientras planificas un universo a tu medida. Que también debe ser gratificante... Pero, cuando conoces a Richard Stallman, acabas diciendo: -¡Yo quiero ser como ese! Y odias a todos los ingenieros que has conocido y se han vendido por un puñado de dólares.

Aunque soy muy forofo del software libre, siempre he trabajado en la construcción de software privativo. Porque siempre he sido empleado por cuenta ajena de grandes empresas, capitalistas de manual: se apropian del fruto del trabajo de otros para especular con él en los mercados.
En ese sentido, nunca he sido muy crítico con lo que hago: necesito la pasta y, si no lo hago yo, lo hará otro. Aceptas esa máxima como inevitable y te enfrascas en la planificación y división de tareas, en las estimaciones, las fechas límite, los puntos de integración, la configuración de equipos... y vas rellenando el tiempo documentando y tirando código lo más lógico y sencillo posible... Porque sabes que, ante cualquier problema, tendrás que retomarlo y arreglarlo tú mismo -o, peor aún: tendrás que explicárselo a alguien- y te acabará robando tiempo de tareas más novedosas e interesantes-.

El programador no fabrica armas, no vende drogas, ni contamina mucho el medio ambiente... Fabrica herramientas, que pueden ser utilizadas para hacer el bien o para hacer el mal. Vivimos en una sociedad de consumo: casi todo lo que se hace hoy día es para fomentar e incrementar ese consumo -el mal-. Trabajamos inmersos en ese sistema, trabajamos para él, para su crecimiento y expansión. Y parece que no hubiera otra forma de existencia al alcance de nuestras manos. Uno es capaz de pensar otros mundos posibles... Pero acepta la dualidad entre lo posible y lo real y asume como ineludible que el tiempo de trabajo ha de destinarse a satisfacer las necesidades del capitalismo de consumo. Incluso el tiempo de ocio parece destinado a lo mismo.

Yo tengo amigos y conocidos que hacen cosas maravillosas: arreglan todo tipo de electrodomésticos, sueldan y cortan el hierro, hacen pan, producen aceite, crían sabrosos corderos, construyen y reforman viviendas, cultivan huertos... Pueden presentar su trabajo a los demás y sentirse orgullosos porque son cosas de primera necesidad. Yo nunca he podido enseñar a mis círculos cercanos lo que hago. Lo que hago queda en el microcosmos de las empresas privadas, en la virtualidad de las redes de computadoras, y no trasciende al mundo real.
Así que siempre he tenido un cierto complejo de inutilidad, de que soy prescindible...

miércoles, 1 de mayo de 2013

Sobre ingenieros y filósofos

Los ingenieros son resolutivos engreídos.
Podrían ser filósofos, pero no tienen tiempo: tienen que llegar a una solución, y no tiene por qué ser la mejor posible -seguramente no lo será- pero será una solución rápida y eficiente.

En el fondo, un ingeniero no deja de ser un soldado, un mercenario. En los ejércitos siempre han tenido gran relevancia los cuerpos de ingenieros, con sus artilugios de destrucción y muerte. En la batalla no importa por qué o contra qué se lucha -de hecho no te va a aportar ninguna ventaja competitiva el saberlo- lo que importa es ganar al menor coste posible. Y en eso son los mejores: en optimizar. Y en eso se refugian: - Yo, salvo vidas. - Creo puestos de trabajo. - Creo riqueza. - Ahorro esfuerzo. - Produzco... Así que son tenidos en alta estima por los miembros de su equipo -la sociedad-.

Son experimentales, aprenden haciendo, probando y errando, son hombres de acción. La excelencia les llega siendo jóvenes, ya con algo de experiencia, pero aún con agilidad mental, cierta temeridad, agresividad... Entonces se convierten en grandes profesionales y se enfrentan de forma intuitiva a los escenarios complejos en que deben realizar sus acciones precisas y eficaces.
Toda su labor transcurre tras una apariencia fría, calculadora, compleja... Bajo el paradigma de la neutralidad, del que tiene una misión, un objetivo y unos determinados recursos para cumplirla. Pero sumidos en sus batallas no tienen tiempo de mirar lo que les rodea, ni tan siquiera para recrearse en alguna ideología. La ideología no existe para el ingeniero, sólo hay  problemas y soluciones. Sólo hay un camino posible: Que consiste en mejorar la situación presente. Así que, acaba trabajando para las ideologías de otros, siguiendo el camino que otros han marcado y establecido como bueno, realista, práctico, deseable, seductor.

Por tonto, el ingeniero es un hombre y además un soldado -más bien un mercenario, ya que se desenvuelve en el más despiadado de los capitalismos-. Su labor consiste en planificar la batalla desde la retaguardia. Frío, sin deseos, ni pasiones. De las emociones sólo se permite agresividad y firmeza, porque no tiene tiempo que perder en dialogar -justificar a cada paso el objetivo-, ni argumentos para tanta violencia.
Así que no es de extrañar que existan pocas mujeres en las carreras técnicas. Con tales modelos, con tales casos de éxito... Hay que estar educadx bajo condicionantes muy severos.

Pero el ingeniero es socialmente valorado, porque como se ha dicho: produce. No es como el banquero, el directivo, el comercial, el político, el cura, el maestro... Es el capataz perfecto de una sociedad capitalista, competitiva, consumista, de crecimiento acelerado... en la que no hay tiempo para nada que no sea mesurable en la unidad por excelencia -el dinero-.

El cine americano ha contribuido a forjar el mito del ingeniero/científico -que suele estar loco cuando está del lado de los malos-, del tipo excéntrico y entregado de lleno a su trabajo, en proyectos super-secretos en lugares restringidos a la población civil. El superhéroe armado de tecnología hasta los dientes. El inventor que se ha lucrado a base de patentes, el emprendedor y su evolución lógica: el empresario.

No es de extrañar que abunden los que se vuelven atrás, los que se echan al monte, o los que cuando llevan varios decenios de profesión, retorcidos por todos los tics nerviosos, envidias, males de ojo, dolores de estómago, odio... ya no pueden más. Es una profesión para jóvenes ambiciosos.
Después de todo, no son más que personas normales, que han seguido un duro entrenamiento de gestión del tiempo y rentabilización del mismo. El cansancio también les afecta y, al mirar a su alrededor, es fácil echar las cuentas - ¿Es necesario tanto sufrimiento? - ¿Por un puñado de dólares? - ¿Cuándo crucé la delgada línea roja?

Los soldados también sufren: Algunos tienen sus propios valores morales, se hacen preguntas, o incluso tienen ideales que abarcan una realidad amplia. Hasta en la guerra del Vietnam surgieron movimientos críticos dentro del propio Imperio.



Nota personal a cerca del entrenamiento del ingeniero:
Aún recuerdo con cierta aprehensión los años de carrera. Duras jornadas de estudio y prácticas de laboratorio para, al final: suspender el examen. 
Muchos abandonaron, todos estuvimos seriamente tentados de hacerlo. Pero aprendes: que no hay tiempo de abarcarlo todo, o de hacerlo todo lo bien que quisieras, que tus recursos son limitados, que hay que tomar decisiones (y no importa si son acertadas o no -quizá puedas corregirlas a posteriori-), que hay que pasar un examen, que hay que entregar los trabajos en fecha y, sólo tienen que cumplir especificaciones. Que hay que especializarse y mirar hacia adelante.

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El ingeniero ofrece soluciones, el filósofo plantea preguntas. Es una anciana, alguien que ha vivido y leído mucho. Así que es una especie marginal en una sociedad del speed y la cocaína.
Seguramente nunca será un caso de éxito, ni habrá películas americanas hablando de sus elaboradas teorizaciones del mundo.
La filosofía no produce beneficios monetarios, ni tiene ninguna prisa. Y quizá esa es su diferencia más importante con respecto a la Ciencia. La ciencia progresa con la tecnología. La filosofía se queda en la retaguardia, en el subconsciente -del individuo o de la colectividad- por detrás de Religión y Autoayuda que ofrecen respuestas rápidas y concisas.

Pero a mí, me maravilla cuando un profesor de filosofía es interrogado por sus alumnos con alguna pregunta estúpida, ingenua, arbitraria... Entonces el profesor intenta comprender qué es lo que ese alumno despistado intenta decir, e incluso intenta desarrollar la vía expuesta, hasta conseguir tipificar la idea, tratarla -si corresponde en ese ámbito-, o dejarla para cuando sea pertinente. El filósofo no crea nada: coge, ordena, deduce, nombra, infiere... Al contrario que el ingeniero, que siempre cree estar haciendo cosas novedosas, revolucionarias, visionarias...

El filósofo no tiene un objetivo, a lo sumo un área que examinar y ordenar, pero que será explorada siguiendo todos los caminos posibles -todos los que el lenguaje y las preconcepciones permitan imaginar-. Sin sentimientos, sin intuición, sólo diálogos, hipótesis y deducciones. En el intento de comprender la cambiante realidad.
En el fondo, un filósofo no deja de ser un analista de sistemas.

miércoles, 28 de marzo de 2012

Sangre de TIC

En el navegador siempre había una pestaña en blanco. Como en sus cuadernos, de los que no le gustaba utilizar la primera hoja. Tenía la extraña manía de no dejar nada del todo cerrado. Le causaba desasosiego no ver alguna puerta abierta, la claustrofobia de estar atrapado en el momento presente, en el lugar de siempre.
Hasta que un día, aquella pestaña comenzó a sangrar, sangre de bits, rojo sobre fondo negro. -¿Y por qué no?- Se preguntó mientras observaba impávido aquellos regueros de sangre. -Llevo tanto tiempo aquí sentado, yendo de un sitio a otro, del facebook al correo, a noticias que nunca leo completas, a pequeños pedazos de cosas que pasan fugaces por mi electrizada cabeza. ¿Por qué no se va a empañar la pestaña con sangre de TIC?-.

Y, cómo no... empezó a rascar con el dedo. Por fin algo interesante en la pantalla de su ordenador, más incluso que el fondo azul y caracteres blancos de aquel sistema operativo que un día tuvo, güindous lo llamaba. -¡Puto virus!- En su nombre había sacrificado cientos de teclados, a base de violencia mal contenida.

Al rascar, también la pantalla se puso a sangrar, su dedo se rompió y borbotones de palabras hicieron charco en su escritorio. Por un momento le invadió el miedo: Alguna vez le habían dicho que podían salir las tripas por cualquier herida. Y siempre se lo había tomado a broma, sólo que ahora, mirando el charco del escritorio, de palabras escatológicas y bits herrumbrosos vio peligrar sus entrañas. De alguna manera ya estaban allí, en aquel charco rojo oscuro de bits, caracteres, palabras... tripas. Eso era él: un destripador sanguinolento, un asesino de pasados siempre mejores y futuros estables.

Se desvaneció, uno no puede sangrar eternamente, ni estar asomado al fondo de un abismo sin acabar demente. De la demencia al desvanecimiento. -¿Quién va a rescatarme de este pantano de bits y sangre! Las palabras se han escurrido entre mis dedos y soy prácticamente un saco de muerte. ¡Tengo frío! ¡Tengo miedo! La culpa es mía por rodearme de seres inertes-. Mientras se lamentaba en el fondo de su abismo, la pestaña sangrante recuperó la cordura, otra vez en blanco y la barra del navegador impoluta ¿Qué nuevos mundos le aguardaban? ¿Qué nuevas fantasías y pornografías habría más allá del píxel en blanco?
El charco se coaguló en un pesado bloque de bits y palabras vacías, su dedo se reparó. Pero ahora el brazo derecho era más ligero, estaba fuera de control. Así que se acordó de David Lynch, de Laura Palmer y del acto de masturbación. Se sentía más violento, más humano. De repente, quería buscar trabajo, ganar más dinero y actualizar su facebook solo con casos de éxito. Así que navegó, siempre en la misma pestaña, con un objetivo entre las cejas. Sin el peso de las letras o las tripas... sin el calor de la sangre, se posó en la cima de La Montaña de cadáveres.