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viernes, 22 de abril de 2005

Música, conciertos, alcohol

Siempre que voy a un concierto, empiezo a pensar: -bueno, ahora pago la entrada me meto en el recinto y ¿qué hago?, ¿escucho música? Escucho música todos los días en mi casa y normalmente con mejor calidad de sonido que en cualquier concierto. Bailar, lo que se dice bailar, no bailo, debo tener algún defecto en mi sistema nervioso que me impide seguir cualquier ritmo.
Si es un grupo que me guste mucho (léase “Extremoduro”), entonces la cosa cambia, me incorporo al núcleo más comprimido e inestable de gente y me pongo a dar botes, haciendo gestos obscenos con las manos y gritando a pleno pulmón las letras, creo que alcanzo un estado de catarsis, semejante al de Santa teresa de Jesús, y me fundo en la histeria colectiva.
Hace poco estuve en un festival “Extremúsika”, en Cáceres, era el sitio ideal para estar bebiendo todo el día y acercarte de vez en cuando a ver qué se cocía en el escenario. Había grupos que estaban bastante bien, pero el alcohol tiene ese factor sorpresa que es lo que le hace tan atrayente, empiezas a ingerirlo y nunca sabes por dónde te va a dar: puede que te anime, puede que te deprima, puede que te ponga malo, puede que te robe la consciencia, puede que te cabree, … Seguramente te emborrache y, en esa locura que es la borrachera, puede ocurrir cualquier cosa. Yo no me enteré de los conciertos y además me dio por irme a casa pronto.
Luego están los conciertos a los que vas medio por compromiso, o es un grupo que no te acaba de convencer pero te cae cerca y la entrada no es muy cara, van todos tus colegas y no sabes qué hacer hasta que salgan. No entiendes, no te entra en la cabeza que la gente se anime, incluso que se emocione, con esa música, y te sientes como un observador externo, como una cámara de vídeo, un ser inerte que no pinta nada ahí. Es peor aún cuando no te dejan pasar la bebida al recinto, tienes que aguantar sobrio, nadie quiere hablar contigo y mucho menos irse a un lugar donde al menos puedas estar sentado.