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jueves, 20 de abril de 2017

El mito del nacimiento de Laia, la arquera

Sophia ya tenía casi 4 años. Recordaba haber escrito un relato/crónica de su nacimiento. Un relato sangriento. Fue impactante que aquel período cálido y suave de nueve meses finalizara con tanta violencia, en una fría sala de hospital.
Nunca simpaticé con médicos y hospitales: con su ciencia de la enfermedad, sus técnicas de cortar y recomponer...

Pero, esta vez, las cosas fueron mucho más fluidas. Y fue gracias a Ellas:
Laia era la segunda; Sophia ya había atravesado el canal del parto; Laia era más pequeñita, llevaba meses cabeza abajo, preparada para salir, en la fecha prevista. "Ella" era fuerte, decidida y llena de energía.

Las "contradicciones" comenzaron rápidas y continuas, a las 9 de la mañana. A las 10:30 ya estábamos en urgencias del hospital. Era un sábado de Semana Santa, la ciudad estaba vacía (una ciudad de interior, de clima caluroso y seco).

Una bata blanca, con tono irónico y jocoso, nos hace esperar. Pide informes, análisis, consentimientos... Ella va a vomitar al baño... Finalmente, nos hace pasar a otra sala, donde una bata verde la invita a subir a una de esas sillas con extensiones metálicas para apoyar las piernas... Confirma lo que ya era obvio: -Está de parto!-
Vías, anestesias, botes de suero... Batas de diferentes colores pasan relajadas a nuestro alrededor.
Aquí todo el mundo tiene su mini-función, como en una gran cadena de producción.

Al rato llega la doctora, es amiga, la conocemos del pueblo, eso hace todo más fácil.
Nos llevan al quirófano. Un chaval joven y simpático conduce la camilla.
Dentro encienden un gran foco que apunta justo a la entrepierna de Ella. En dos o tres contracciones Laia asoma la cabeza. El cordón viene enrollado al cuello, así que la doctora lo corta. Un empujón más y... Ya está! Laia de cuerpo entero ¡Alumbrada! Por el gran foco del quirófano. La dejan encima de Ella. Envuelta en fluidos viscosos. Se mueve, tiene todo en orden. Por fin nos relajamos, reímos... la llevan para limpiarla y abrigarla, rompe a llorar... -¡Qué llanto tan hermoso! - ¡Qué sana está!

La magia de la vida: un cuerpo que sale de otro cuerpo. Del cuerpo de Ella aún seguían saliendo: el cordón, la placenta, fluidos, sangre... La fábrica de bebés se desmantelaba.

En la sala estábamos eufóricos. Por fin Laia, la arquera, había dejado volar su flecha de risas y llantos hasta nuestros corazones frenéticos. La magia se había completado, con gran alborozo y pirotecnia.

En la puerta esperaba mi hermana, habíamos ocupado su casa durante dos semanas para estar cerca del hospital.
Las abuelas reían ilusionadas, como un niño con su juguete nuevo...

Pirotecnia de flores de Lampranthus, en el jardín Botánio, el de la estatua metálica.

domingo, 4 de agosto de 2013

Crónica de un nacimiento sangriento

Lo recuerdo como si fuera invierno -en los hospitales siempre es invierno- a pesar del calor y la humedad de finales de Julio.

Por la mañana habíamos ido a un control rutinario, Ella estaba pasada de cuentas -una semana-. Y ya se sabe: Los doctores tienen sus estándares, sus tablas y sus estudios de la normalidad... Así que la doctora se enfundó unos sépticos guantes cualesquiera y, con ojos y sonrisa de sádica sedienta de sangre, introdujo unos cuantos dedos en la vagina de Ella. Mientras apretaba, hurgaba y removía las entrañas -de todos-, jocosa decía: —Esto te va a doler, pero es por tu bien.
Yo me fui de la consulta con el regusto de haber sido violado, con escozor en la entrepierna y congoja en el vientre. Ella también, lo llevaba dentro.
Nos dieron un día de plazo: —Si no sale por su cuenta, iremos a por ella (era una niña). Y la sacaremos, sea como sea, no te quepa la menor duda.

—Es la doctora, ha hecho el seguimiento, sabe qué es lo mejor. Además, también es mujer, tiene hijos, sabe de qué va esto... es dulce y educada.
—Sólo queríamos traer vida, porque el mundo se estaba quedando sin gente (gente buena).
—Parece que siempre tiene prisa, sigue su manual, es algo rutinario, aunque lo trate de personalizado... coge la pasta, corre y vete! -

Estos y otros pensamientos nos acompañaron en la vuelta a nuestra monotonía. Yo volví al curro -no quedaba lejos-. Pero sabiendo que, a más tardar, al día siguiente sería padre, no era fácil avanzar en tareas complejas... así que me centré en lo simple, lo mecánico...

Pasadas unas horas recibí una llamada. —¡Era Ella!—. Las maniobras de la doctora habían surtido efecto... o quizá fue la angustia de no saber parir. Debe ser duro cuando te dicen: —Lo estás haciendo mal, estás tardando mucho, no vas a llegar al deadline. Y que, eso que no te van a dejar hacer por ti misma, sea alumbrar a tu propia hija... La odiosa actitud de los que se dedican a dictar y seguir la norma, sin razones, sin porqués, sin profundizar el caso concreto.

Fui andando hasta la clínica, bajo el sofocante y pegajoso calor de aquella ciudad costera. Mi hermana venía con Ella en el coche. Me dijo que sufría fuertes "contradicciones" -durante todo el embarazo tuvimos aquella coña:  contradicciones por contracciones-.
Y realmente viene muy al caso tener "contradicciones" durante el embarazo, porque es todo muy suave, progresivo... bonito. Aunque sabes que para completar el proceso hacen falta dolor y sangre; y lo que vendrá después no será un estado transitorio, sino algo que, en el mejor de los casos, será para toda la vida.

Cuando vi la cara de Ella, supe que iba en serio, que era el momento... Mi hermana conducía, bromeaba y reía. Supongo que es lo que nos ha quedado después de una educación demasiado seria: la risa y despreocupación en los momentos de "crisis", en las situaciones en las que sólo puedes seguir el curso de los acontecimientos, porque muy poco depende de ti. Y se agradece, porque además siempre ha habido gran complicidad entre los tres.

Nos dejó en la puerta de la maternidad y se fue a aparcar el coche.

En la cuarta planta nos separaron, supongo que querían asegurarse de que no era una falsa alarma. Yo estaba convencido: porque Ella nunca se quejaba por ningún dolor, y en aquel momento no podía ni hablar.

Me hicieron ponerme ropa de hospital y me dejaron pasar a verla. Estaba semitumbada en una camilla. Bolsas con líquidos transparentes colgaban de extraños percheros, tubos sinuosos enviaban el contenido directamente a su aparato sanguíneo, taladrado por varios aguijones de metal. Habían máquinas que mostraban señales periódicas -en amplitud y frecuencia-  y emitían pitidos regulares. ¡El tensiómetro comenzó a hincharse inesperadamente... La sala era totalmente interior, oscura y fría. Las marcas de los fabricantes de aparatos médicos distraían nuestra atención...

A pesar del escenario futurista, todo era normal, el alumbramiento seguía su curso natural -aunque nada en aquella sala parecía natural-. El anestesista preguntaba si sentía dolor, la matrona hacía tactos regulares: —Tres centímetros! —Cuatro! —Cinco!

Al cabo de un par de horas llamaron a la doctora, la misma que nos atendió en su consulta esa mañana. Cuando llegó, se dio por iniciado el parto. Y durante media hora fue como en las películas:
—Cuando te venga la contracción empuja!
—Venga, que viene ¡Empuja!
—Ahhgg!!
—Muy bien, ya va saliendo! Se le ve la cabecita.
Yo estaba a su espalda, ayudándola a incorporarse cuando venía el momento de apretar. Las matronas le presionaban el vientre, con tanta fuerza que me dolía a mí también.

Pero aquello era un proceso lento, así que la matrona jefe y la doctora se lanzaron una mirada de perversa complicidad: —Pobrecilla, no va a poder, necesitaremos la artillería pesada. Los ojos de la doctora se abrieron como platos y se iluminaron con el mismo destello que desprendían sus incisivos artilugios metálicos.
En cinco minutos aquello se convirtió en una sala de operaciones: Tijeras, bisturí, mascarilla, guantes, sábanas de plástico azul... —Ya no hace falta que empujes, deja esto en manos de los profesionales.
Un corte por aquí, unos fórceps por allá y... Voilà: Apareció Sophia! Toda blanca, envuelta en fluido viscoso, todavía unida a su madre por el cordón umbilical -que se apresuraron a cortar como si se tratase de un peligroso ofidio-.
La doctora, oculta entre las piernas de Ella, estiraba del cordón para sacar la placenta. A la vez, preparaba el material de costura para remendar el estropicio.
Con el hilo y la aguja maniobraba como una mantis lamiendo sus patas delanteras después de devorar a la víctima.

La matrona se llevó a la niña bajo una minicamilla e introducía unos tubos flexibles por la boca y nariz de la recién nacida, como si estuviese desatascando el fregadero.

Nos enseñaron fugazmente a la niña y se la llevaron: —Debe verla el pediatra. Es algo rutinario, todo está bien. Con cara de desconfianza e impotencia me quedé con Ella, con gasas manchadas de sangre por todas partes, mientras la doctora cosía el canal del parto.

Todo se había salido de Madre! La extrema violencia había visto nacer un nuevo ser.

Años más tarde del brutal nacimiento, Sophia, guiada por las incisiones de dolor en su subconsciente, asesinó, descuartizó y volvió a recomponer a sus amantes padres.