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lunes, 19 de junio de 2023

La excursión con la AMPA

Todos los años, desde la AMPA del cole, se organiza una excursión de fin de curso. Este año hemos ido a Aquasierra -un parque acuático en un pueblo de Córdoba-. La verdad, nunca me hubiese planteado ir a ese tipo de sitios: parques de atracciones, aquaparks y similares... Me da tremenda pereza. De hecho, siempre que puedo, me escaqueo. Pero, en este caso, como formo parte de la directiva de la asociación y estoy implicado en el proceso de organización... me parecía muy feo no ir. Y, bueno, están las niñas, que les encantan esos sitios: se lo pasan pipa, además tienen el aliciente de ir en autobús con otros niños, con las familias... realmente lo disfrutan, y mucho. Lo peor de todo es que yo, y el resto de adultos... también lo disfrutamos! Y, cómo no hacerlo? Si te montas en un autobús todo lleno de niños, superilusionados, sabiendo que lo único que tienes que hacer es pasar el día ocioso -al final acabé tirándome de todos los toboganes-. Además, tiene otras cosas buenas, como por ejemplo que, aunque cada uno va a su bola, te vas encontrando por el parque a los otros niños, padres y madres que han ido en el bus; intercambias comentarios e impresiones y te sientes más seguro sabiendo que el entorno está lleno de personas conocidas -también más apoyado porque, al final, se reparten los cuidados y no estás tan tenso como cuando vas a esos sitio solo con las niñas-.

Así que, me siento muy contento de haber roto mis reticencias iniciales y haber, no sólo asistido al evento, sino formar parte activa de la organización. Porque cuesta organizar estos eventos. Este año, personalmente, me ha costado más. El pasar a horario completo, el cambio de empresa, los trabajos del campo, las tareas del hogar... Lo que más cuesta es desconectar la cabeza de todo eso para centrarse en la atención que requiere la AMPA -aunque no sea mucha-. Al final, es una asociación de personas: hay que debatir, expresar opiniones, escuchar, planificar, reunirse, rellenar papeles, enviar correos... reflexionar sobre lo que se hace -no podemos hacerlo todo, así que tampoco es necesario hacer lo que no queremos-. Muchas veces, resulta complicado dejar en suspenso los ritmos frenéticos que marcan el calendario escolar, los grupos de Whatssap y la agenda del ayuntamiento -porque las instituciones demandan atención, participación y cierto control del tejido asociativo-. Es verdad que somos pocos en la directiva pero, como los ritmos los marcamos nosotros, y hay muy buen ambiente, las cosas van saliendo... Cuando estamos más gente y podemos dedicar más tiempo, salen más cosas y, cuando no hay tiempo ni gente, salen menos. Al final, es fácil implicarse, porque se hace por las niñas y los niños.



En el pueblo hay bastantes asociaciones, tienen sus eventos, programan sus actividades y reúnen a gente de lo más variopinta. Me parece que son una buena herramienta, una herramienta de organización, de organización política: Política de la buena, de la requiere participación y no sólo representación. Una herramienta de colaboración, planificación y materialización de ciertos anhelos y deseos -aunque puedan parecer tan tontos como ir de excursión a un aquapark, comprar un tobogán para el patio del cole u opinar en cómo te gustaría que fuese el parque de tu pueblo-. La política no es sólo organizar los medios de producción, o repartir las subvenciones que vienen de la junta. 



martes, 20 de abril de 2021

Sobre parques infantiles y puntos de desencuentro

De pequeño no recuerdo visitar los parques infantiles. Supongo que sí existían... Quizá en el cole había columpios y toboganes -de esos de metal que, a buen seguro, ahora nos parecerían superpeligrosos-. Estoy convencido de que en el patio del cole había dos tubos de cemento -de los que se usan para el alcantarillado- y saltábamos de uno a otro, nos metíamos dentro...

Ahora es otra historia, los parques son auténticas obras de arte. Se cuida cada detalle, se integran perfectamente en los diferentes espacios públicos de la ciudad, se les lima cada arista, cada posible peligro...

Barcos piratas repletos de pasarelas, toboganes, cuerdas y redes para trepar, rocódromos... Dragones con rincones secretos, rampas deslizantes...

Parc de la Pegaso - Barcelona. Imagen extraída de TimeOut

 

Aunque vayamos en coche, las niñas los ven desde lejos y, yo... les voy cogiendo el gustillo. Normalmente prefiero aquellos más antiguos: los que tienen árboles bien formados con buena sombra y bancos. Aunque los ideales son aquellos que cuentan con la terraza de un bar cerca y, desde ahí, puedes controlar a las niñas. Pero tampoco le hago ascos a llevarme las yonkilatas -si voy con amigos-.

 

En los pueblos, tengo la impresión, no se da mucha importancia a los parques. Al estar rodeados de campo, parecieran prescindibles las zonas verdes. O quizá sea el arrastrar una tradición en la que se jugaba en la calle, y ya se establecían -de facto- ciertos puntos de encuentro: la plaza, el pretil, las pistas polideportivas... Una tradición en la que los vehículos no se habían apoderado aún de todos los espacios.

Pero los parques tienen una ventaja, son lugares cercanos en los que las niñas se pueden encontrar con otros niños. Los padres podemos entablar conversaciones con las madres. Y, si no hay nadie, no importa, porque las niñas se entretienen con cualquiera de las atracciones mientras los adultos chequeamos el móvil, o leemos un libro, sabiéndonos en lugar seguro.

 

Existen familias que tienen casas grandes, con patio, piscina... Y quizá no sientan la necesidad de salir a un parque a relacionarse con nadie -pueden vivir en su absoluta individualidad-. Pero el caso más común es el de familias que habitan pisos pequeños -la estabilidad económica nos llega tarde, si es que llega, y no podemos esperar a tener 40 años para engendrar hijos-. Así que, los parques suponen un gran alivio al agobio de los espacios cerrados privados. En general, todas las zonas comunes de pueblos y ciudades vienen a complementar las carencias de los hogares: para eso nos organizamos en sociedades -y toleramos a cambio cierto malestar en la sociedad-.

Supongo que dentro de unos años las niñas no querrán que las acompañemos al parque, o quizá prefieran otro tipo de lugares y formas de ocio: pistas deportivas, de skate, sitios oscuros para fumar, navegar por las redes sociales... 


Con la pandemia se han cerrado los parques infantiles y ha sido necesario proveer de dispositivos electrónicos a los niños. Una combinación fatal. Creo que no hay sensación más terrorífica que ver la cara de un crío con las pupilas dilatadas clavadas en la pantalla y la piel iluminada por el brillo de los contenidos cambiando a velocidad de vértigo... 

Los niños tienen ganas de jugar y estar acompañados, pero les dejamos solos con la pantalla. Les cerramos los parques, limitamos sus movimientos y su interacción con los demás. Los metemos en el mundo virtual para que suplan sus carencias... Pero es algo que no queremos ni para nosotros. Las redes sociales están llenas de malos rollos, de gente que se habla de forma grosera, que responden con zascas, troleos, que sacan las cosas de contexto, noticias falsas, odio, comportamientos adictivos... Hay que realizar tremendo esfuerzo para que nuestra red social no se convierta en un estercolero. Resulta muy difícil practicar la empatía en ambientes tan hostiles. En la vida real, cara a cara -con contacto físico y visual-, creo que no son tan comunes estas prácticas depredadoras. Aunque siempre han existido los que van buscando bronca, los que no tienen modales, o los encabronados y despotricadores contra todo -sin apenas venir a cuento-. 


Hace unos días, en un consejo escolar, los profesores manifestaban su preocupación por los casos de acoso infantil -que vienen acrecentándose por el uso intensivo de móviles y tabletas desde edades muy tempranas-. En el cole, profes y alumnos se encuentran afanados impartiendo e interiorizando los contenidos que dicta la ley. Luego tienen su rato de juego y esparcimiento -que pueden utilizar también para hacer el mal- y, más tarde, se van a sus casas -a encerrarse con sus equipos electrónicos-. Seguramente sería mejor para sus relaciones -y para su salud física y mental- que salieran al parque a jugar y relacionarse con otros niños, bajo la tutela de los padres. Si surgiera algún conflicto: padres, madres, hijos y amigos podrían colaborar para solucionarlo -de forma más o menos amable, inmediata, pública, transparente..-. Pero en las redes sociales -y los grupos de mensajería- los conflictos se enquistan, se ocultan, pasan desapercibidos para unos, o se visibilizan demasiado para otros... No se resuelven, van creciendo, de forma asíncrona, por oleadas... Si nuestras redes sociales son un vertedero de opiniones encabronadas y ofensas gratuitas, no debería sorprendernos que lxs niñxs repitan esos patrones.

El distanciamiento físico, la mediación de las relaciones por los dispositivos electrónicos, los algoritmos -que nos sugieren siempre lo que es similar a lo que ya conocemos-... Todo ello va conformando un mapa de divisiones en las que nos resulta muy fácil identificar al "otro". Y, al "otro", se le puede humillar, marginar, apartar... y no volver a verlo nunca más: porque no va a existir un punto de encuentro donde puedas comprobar que es más lo que nos une que lo que nos separa.

 

Creo que uno de los problemas más graves que trae esta pandemia es la disgregación social, la pérdida de vínculos y, en definitiva, la pérdida de humanidad. El aislamiento en pequeñas burbujas, enfrentadas a las otras: mi propiedad privada, tu virus, mi vacuna... Algunos ya señalan el aumento de las crisis de ansiedad, niños acosando a otros niños, jóvenes apáticos -sin futuro-, adicciones a redes sociales, juegos online, televisión...

Y, mientras, los pequeños espacios de terapia -los parques infantiles- se encuentran cerrados -o han estado cerrados durante gran parte de la pandemia-. En un mundo donde prima lo privado y donde pareciera que sólo el consumo y la economía merecen ser salvados.

 

Parque infantil del Pilarito de Consolación - Herrera del Duque - Abril de 2021

En el pueblo existen algunos parques en las afueras. Pero están hechos polvo: vandalizados, sin mantenimiento... Son utilizados principalmente por jóvenes y adolescentes -que pueden desplazarse hasta allí, en bici o en coche, sin la compañía de los padres-. 

En el interior del pueblo, en el patio del cole, existe otro parque -cerrado desde que empezó la pandemia-. Es este un lugar incómodo, feo y asediado por el sol, pero que a los niños encanta. Las niñas solían pedirme que las llevara y, alguna vez, me convencían -lo bueno de su cierre es que ya no me veo obligado a ir-. Las familias con niños pequeños, expulsadas del parque, ahora colonizan otros espacios: la Plaza de España, la plaza del Palacio de la Cultura... Seguramente menos apropiados para los niños, pero donde los padres nos encontramos cómodos -con terrazas para tomar-. Y, después de todo ¿A quién le importa el bienestar de la infancia?

miércoles, 22 de abril de 2020

Infancia: privilegios, deberes y alfabetización tecnológica en tiempos de coronavirus

El gobierno anunció que iba a dejar salir de casa a niños y niñas, acompañadas por sus padres y/o madres -manteniendo siempre el distanciamiento social-. El gobierno demuestra así su preocupación por el bienestar de esos "vectores asintomáticos de transmisión" que llamamos niñxs.

Resulta un tanto contradictorio el modo como tratamos a los menores en nuestra sociedad. Por un lado intentamos protegerlos del mundo de los adultos: del embrutecimiento del trabajo, de las adicciones en que nos recreamos -internet, alcohol, televisión, drogas, pornografía...-. Y, por otro, nos esforzamos en que reproduzcan y alimenten el sistema social del que los protegemos: los adiestramos en las habilidades que estimamos más exitosas, los castigamos y recompensamos para que sean obedientes a la autoridad, canalizamos su creatividad para que se centren en las actividades más demandadas y puedan convertirse en personas de provecho...

Depositamos todas nuestras esperanzas en la infancia, en su capacidad para  construir un mundo mejor. Pero la entrenamos para que siga reproduciendo nuestros mismos vicios.
Esto se ha puesto de manifiesto, especialmente, con el transcurrir de la crisis del COVID-19. Al inicio, surgió la imperiosa necesidad de proteger a niños y niñas. Y, rápidamente, se suprimieron las clases presenciales y se les confinó en sus hogares. Pero no podíamos permitir que perdieran ni un día de su formación, y las clases continuaron en las casas -cada uno dentro de sus posibilidades-.

Se habla de cruenta guerra contra el virus, de tiempos excepcionales, la peor crisis después de la Guerra Civil... Pero las clases y las evaluaciones deben continuar. No sea que reparemos en que la formación de los hijos la pueden llevar a cabo los propios progenitores -siempre y cuando no se vean apremiados a  trabajar de sol a sol para conseguir el dinero-.
Sí, echamos de menos la función de guardar niñxs que cumplían los colegios. Echamos de más a los profes cargando de tediosas tareas a unas familias que, en muchos casos, siguen trabajando y, además, han de hacerse cargo de impartir los contenidos curriculares que dicta el BOE. Todo para que los chavales alcancen los estándares de calidad que exigen los estados. No todos podemos ser médicos, jueces o abogados, así que, hay que poner notas y establecer cortes para que, desde la más tierna infancia, se defina la clase social que cada uno hemos de ocupar. Esta tarea de selección no puede parar.


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No es lo mismo estar confinado en una casa con patio, huerto y animales, que estarlo en un piso de 60m2 con varias hijas, quizá alguna abuela, y ningún perro. No es lo mismo que exista una relación afectuosa entre los que habitan la casa a que existan diversos tipos de violencia. Vamos que, hay un montón de causas por las que los mayores de edad también pueden necesitar el salir de casa, aunque solo sea por despejarse y gozar de algo de intimidad o independencia. Pero lo importante son los niños...

Yo tengo hijas y me parece genial que las permitan salir, así yo también puedo :-) Aunque yo las veo muy felices en casa, no parece que se cansen: juegan, hacen deberes, ven la tele, se disfrazan, salen al patio, al gallinero, toman el té con los árboles... Para nosotros quizá sí resulta más estresante.
El rato que estaban en el cole y las actividades extraescolares no teníamos que estar pendientes de ellas y podíamos dedicarnos a nuestras propias actividades e intereses. Ahora estamos todos en casa, siempre juntos, trabajando, cocinando... No sé quién necesita más salir ¿Ellas o nosotros?

Escuchaba una reflexión similar en boca de una mujer que había decidido no tener hijos ¿Por qué habrían de gozar de privilegios los menores de edad y sus progenitores? ¿Realmente lo necesitan más?...

Cuando escuchamos discursos sobre la maternidad o la paternidad, son siempre discursos llenos de orgullo y satisfacción... Como si los amantes padres estuvieran regalando un supremo bien a la humanidad o el planeta. Pero la realidad es más bien otra: vivimos un mundo superpoblado, procrear es algo innecesario, ya hay millones de personas a las fronteras de los países desarrollados deseando ocupar el vacío que van dejando los muertos.
Tener hijos es un acto egoísta -como tener un perro en un piso-, la satisfacción del deseo irracional de trascender la muerte, un seguro de cuidados en la vejez, una forma de sentirse acompañados -en una sociedad de extrema individualidad-...

Así que, desde una mirada estadística, niños y niñas no son más necesarios que los adultos. Seguramente resulten incluso más dañinos para la propia sostenibilidad del planeta... Pero ya están aquí, aún no tienen todos nuestros vicios, son seres inocentes, no tienen culpa de la maldad del mundo que hemos construido y, por eso, somos más benevolentes con ellos y decidimos protegerles y concederles permiso para salir a la calle... O quizá sea solo un experimento para ir volviendo poco a poco a la normalidad.

Foto tomada en Huelva - Marzo de 2019


Empezamos a estar francamente hartos del confinamiento y, cualquier medida tomada por parte de los gobiernos, se nos aparece como profundamente injusta para con algún colectivo. Seguramente sean medidas realmente injustas: vivimos en estados autoritarios y centralizados que se gobiernan verticalmente. De una estructura así, no podemos esperar un respeto o cuidado por la diversidad.

Pero no todo es malo, no todo son pérdidas, hay quien saldrá reforzado de esta situación. Ya empezamos a ver empresas que están ganando bastante dinero: cualquiera relacionada con la sanidad, las grandes productoras de alimento, eléctricas, tecnológicas, proveedoras de contenidos multimedia... Mientras, existe gran cantidad de personas que han debido cesar su actividad laboral y perdido toda fuente de ingresos.
La desigualdad se acrecienta. Y lo hace también en la infancia: durante el rato que permanecen en el cole, niños y niñas, son todos iguales, tienen las mismas oportunidades. Pero, confinados en casa, su desarrollo depende absolutamente de que existan condiciones apropiadas. No es solo poseer conexión a internet y dispositivos electrónicos, además es necesario utilizarlos de forma tutorizada, y eso solo puede conseguirse si hay al menos un adulto pendiente de ellos.

El distanciamiento social impone que nuestras relaciones se den, más que nunca, mediadas por la tecnología. Y esto pone de manifiesto el analfabetismo tecnológico en que nos hayamos sumidos. Nos han diseñado terminales móviles extremadamente intuitivos, siempre y cuando hagas un buen uso de los mismos. Un uso basado en el consumo, sobre todo de información y entretenimiento, que nos llega por los canales oficiales de los gobiernos y las grandes empresas. Ahora hemos tenido que adaptar esos dispositivos para trabajar, o para comunicarnos de verdad entre nosotros. Y las experiencias resultan bastantes desastrosas... Lo vemos continuamente en nuestras video llamadas:
- ¿Se me escucha? 
-No. Estás en mute.
-Silencia tu micrófono, se oyen todos los ruidos de la casa
-No cabemos más en la conversación, se tiene que salir uno...
-Se te entrecorta. Te quedas congelado.
Para ahorrarnos todos estos inconvenientes, en lugar de recurrir a estas tecnologías, posponíamos para cuando nos juntáramos físicamente. Ahora, no sabemos cuando volveremos a estar cerca unos de otros, así que, apretamos el culo y tiramos para adelante.


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Hace años. Fotomontaje: Sophia y yo
 
Tenía por casa un ordenador que había dejado de funcionar y me puse a repararlo. Quería que fuera para las niñas. No soy muy partidario de conectar las niñas a las tecnologías, soy consciente de que resultan adictivas, demasiado inmersivas... Pero están por todas partes: televisión, tablet, móvil... Y, a las niñas, al igual que a nosotros, les resultan atrayentes.

Yo llevo ya unos años trabajando desde casa. Tengo mi habitación y mi ordenador. Al inicio de la jornada abro la sesión y todas los programas y herramientas que necesito. Cuando llega la hora, cierro y no se vuelve a tocar hasta el día siguiente.
Sí, el ordenador también es adictivo, pero tiene la ventaja de que no te lo puedes llevar contigo -por eso prefiero las computadoras grandes, también porque puedes cacharrearlas-.
Para entretenerte no necesitas un ordenador -es demasiado aparatoso-, si lo tienes es porque realizas alguna actividad, porque eres un sujeto activo, no meramente pasivo... Y ese es el principal motivo por el que prefiero que utilicen un ordenador, en lugar de tablets y móviles.

Tampoco me obsesiona mucho. Ahí está, les llama la atención y, aunque me ven a mi conectado un montón de horas, no saben muy bien qué hacer con ese cacharro.
Quizá nos gustaría que las niñas fueran como nosotros, que apreciaran nuestro trabajo, nuestros intereses y aficiones. Y, aunque con el confinamiento se han reducido considerablemente sus referentes, volverán tiempos mejores y recuperarán sus dimensiones perdidas: la de alumna, la de compañera de cole, amiga, prima, sobrina, nieta... Aunque nos cueste reconocerlo, las hijas no son solo de los padres, tienen su propia vida, y la meta de todo el proceso de crianza es que sean completamente autónomas.

miércoles, 14 de marzo de 2018

¿Qué dinero! ¿Qué trabajo! Ni qué niño muerto!

Cuanto más dinero tenemos más seguros nos sentimos ante cualquier posible adversidad, también nos dispone más lujos y comodidades. Pero no es suficiente tener dinero, además queremos estar frescos, despiertos y ávidos para conseguir cada vez más cantidad: porque el dinero se agota y la vida sigue. Y, aunque nuestra vida se agote, la de nuestros seres queridos sigue adelante. Así que, nos gustaría dejarles el respaldo de nuestros bienes, para que supla la ayuda que podríamos haberles prestado en vida.
El dinero se convierte en objeto de deseo, y dedicamos gran cantidad de horas a conseguir cada vez más, sin que haya un consenso de cuánto es el máximo del que una persona puede disponer, o el mínimo imprescindible para ser feliz. Porque al final se trata de eso: de ser feliz, de gozar de libertad...

El dinero condiciona absolutamente nuestra vida, sin embargo, cada vez tiene un carácter más abstracto: una serie de números almacenados en una cuenta bancaria. Y, al tratarse de algo tan etéreo, necesita de altas dosis de tecnología (para impedir falsificaciones) y burocracia (para mantenerlo en los circuitos estadísticos de la economía capitalista).
Ya no es como la enorme hucha del Tío Gilito, llena de billetes y monedas de oro... Un lugar donde relajarse, nadando entre papeles impresos con caras de presidentes y contando cada centavo.

Pero el capitalismo necesita trabajadores. Los trabajadores se caracterizan porque solo pueden acceder al dinero a costa de su tiempo y sus habilidades. Tener un trabajo, en la mayoría de los casos, te garantiza una mínima cantidad monetaria para comprar comida, vivienda, transporte, cuidar unas mascotas, hijos... Cuánto más bajo y duro sea tu trabajo: más pendiente estarás de cubrir esas necesidades básicas y menos tiempo tendrás para ser feliz y llevar a cabo tus proyectos de vida (u otros mundos posibles).

Trabajo, dinero,  necesidades básicas, seguridad... ¿Y la realización personal? Podría conseguirse siempre que tu idea de realización personal se enmarque en este esquema. Lo que suelen decir todas esas teorías de autoayuda, motivacionales: -Busca un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar ni un solo día de tu vida.-
Pero aquí subyacen dos ideas contrapuestas:
Que existen personas que no trabajan y que, además de tener sus necesidades básicas resueltas, pueden dedicar todo su tiempo al ocio (o proyectos personales).
Que el trabajo, en general, es una carga, una lucha constante por la supervivencia. En un mercado laboral donde, además, existe un exceso de demandantes de empleo.

El buen funcionamiento de las sociedades actuales se basa en este esquema de trabajo/dinero. Aunque se trate de un trabajo que guste, siempre se han de realizar tareas que no satisfacen: porque el dinero acarrea burocracia y, además, está en manos de otro, al que hay que complacer para conseguirlo. No importa si eres ingeniero de la NASA o redactor freelance, siempre hay que prostituirse. Siempre queda un cierto malestar... A menos que tu fin último sea el dinero, conseguir cada vez más.

Amasijo de orugas arrastrándose por el suelo en La Siberia extremeña


Andaba yo mirando a mi hija de 11 meses, en uno de sus momentos de alegría y juego. Obviamente, ella no sabe nada de dinero, trabajo, convenciones sociales ni está influenciada por los medios de comunicación. E intentaba escudriñar en ella qué la hacía feliz, qué la hacía seguir adelante, en una vida tan aparentemente sin sentido: totalmente dependiente (ahora comienza los intentos para alzarse sobre sus dos pies), sin hablar ni poder elegir su comida... En una vida que, a los adultos, en ocasiones, se nos hace demasiado larga, demasiado dura. Nunca he conseguido ver en ella ese hastío, todo lo contrario: se la ve feliz cuando juega, explorando el mundo que la rodea, mordiendo, tocando, arrastrándose... ¡Rebosa vitalidad! Incluso cuando llora desconsoladamente porque hay algo que la molesta o no consigue lo que quiere. Sí, vive intensamente, sin grandes lujos ni artificios.

Jugar, explorar... Parece que en la edad adulta se transforman en: competir, catalogar... Mucho más estresante y aburrido. Será que, al crecer, se nos queda todo mucho más pequeño y necesitamos ir cada vez más lejos. Necesitamos colaborar, apoyarnos en los demás... Pero, en algún momento, hubo alguien al que no le apetecía dialogar, o participar en proyectos colectivos para ampliar el mundo conocido, y decidió imponerse con violencia, someter a los demás para que trabajaran en su proyecto personal.

Someter a los otros es también tarea ardua, hay que estar continuamente pendiente, sofocando revoluciones, ejerciendo represión... obligaciones bastante fastidiosas que, además, no acaban nunca, porque los sometidos pueden identificar fácilmente a su enemigo, tomar conciencia de clase, organizarse y guillotinar al Rey!
Resulta mucho más efectivo, y menos engorroso, organizar estos "juegos del hambre". Donde los individuos competimos en el mercado para materializar proyectos ajenos, a cambio de un dinero apremiante y un ocio extraño (consistente en vivir de forma efímera el ideal burgués). Gozamos de cierta autonomía y libertad. Mantenemos afiladas nuestras herramientas de trabajo, en la lucha por la supervivencia, a la espera de una oportunidad que nos permita avanzar en la propia estructura de poder que nos somete.
En este ajetreo máximo, ya no sabemos para qué trabajamos o si, en nuestros juegos de infancia, existía la idea de ampliar nuestro mundo conocido en otras direcciones. Donde nuestra felicidad y curiosidad no compitieran ni restaran a la de los demás.
Otro mundo posible, donde los niños sigan siendo vitales y sus cadáveres no se afanen pesadamente en conseguir un puñado de dólares.

jueves, 27 de marzo de 2014

La pizarra negra y los limites del lenguaje

Hemos pintado de negro una pared de la cocina. Con pintura no porosa, que permite escribir con tiza y borrar, como si fuera una pizarra de las que se usaban en los colegios.
Y, claro, estamos en la era digital... todos escribimos en el ordenador, el teléfono... Usamos una serie de caracteres que están ahí, almacenados, y los combinamos a nuestro antojo. Buscamos imágenes, emoticonos,...
Estamos digitalizados! No hay una progresión entre la "a" y la "b": o lo uno, o lo otro.
Yo quería escribir en la pizarra, pintar algo... pero no tenía los caracteres, ni las imágenes. Así que me he sentido indefenso, torpe... cercenada mi imaginación... con trazo débil, inseguro, retorcido... como un bebé.

Con el teclado todo es más claro. Frases cortas y directas: para que el usuario no se espante. Y, si es en otro idioma -no nativo-, no te enredes, usa el "uno dos", nada de florituras o frases rimbombantes. Así que, además de digitalizados, estamos simplificados, esquematizados. Porque hay tanta información y tantos datos que para abarcarlo todo hemos de hacerlo en diagonal, rápido y por encima. Ya lo maduraremos luego... si eso...

La pizarra negra, la tiza blanca... es tan relajante... pintar lo que quieras: Caracteres, animales, trazos, puntos, ideas, falos, pezones, espirales... Como una noche de setas y alucinaciones...


... Como esas mañanas en que despiertas con la sensación de haber soñado. Te debates entre el esfuerzo de recordar o espabilar para comenzar el día... Están ahí, una serie de emociones e imágenes inconexas con las que es imposible construir un relato. Y se pierden... en la avalancha de cosas por hacer del trabajo diario.

Si, a escala individual, la pizarra es el espacio donde dar rienda suelta a tu imaginación -en formato analógico-. A escala de grupo, los mass-media son el contrapunto digital: ponen en el tablero de juego los temas, las formas, la estética... Que parecen siempre los mismos. Y, claro, si siempre hablas de lo mismo, construyes tu lenguaje en torno a "eso" mismo, y sólo puedes hablar de "eso", y si hablas de otra cosa lo haces como si fuera de "eso". Así que hay que hacer denostados esfuerzos por buscar fuentes lo más diversas posibles, no sólo de información, sino también de lenguaje -en sentido extenso-: Con sus mitos, creencias, métodos y razones. Que permitan abarcar la mayor cantidad posible de realidad, sin cercenarla. Sin dejar en el olvido lo que no se puede ligar en un relato utilizando el lenguaje parcial y dirigido que los grupos de poder nos imponen como masa.

La pizarra era para que pintara nuestra hija...
Ahora la utilizan todos los niños que llevamos dentro...
Lo que ha quedado de ellos.