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viernes, 26 de abril de 2013

Matar moscas con un palo

Es como matar moscas con un palo, al final te acabas dando. Y no importa si garabateas en un papel retratos que no lo parecen, mapas en el cielo, o palabras que no dicen nada (porque nadie las va a leer)


- ¡Das pena! Con tu caminar a tumbos, con tus esfuerzos siempre en la dirección equivocada.
- ¡Te miro mal! Me molestas! Con tu no ser como los demás te decimos que seas.
- ¡No has comprendido nada! Vas de intelectual y la vida es algo material, económico, mundano... ¿Por qué no decirlo? Es algo feo.
- Tus vómitos y diarrea tipográfica no tienen finalidad, te consumen y afean la personalidad. Levántate y trabaja! no tienes la casta ni la genialidad.


Autoayuda no me ayudaba lo más mínimo. La voz de mi conciencia siempre me mandaba a la mierda.
Para colmo, las convulsiones recorrían el lado izquierdo de mi cabeza. No sabía cómo lo hacía, pero siempre somatizaba en tics breves, concisos, casi imperceptibles... Como ese espantar las moscas las vacas... con su agitar la piel en el lugar preciso. Como a mí, que mis pensamientos y mis visiones me producían azogue, pero por más que sacudía el párpado o convulsionaba el pellejo del cráneo, lo único que conseguía era azuzar mis miedos. Estaba al borde del colapso.
Y no era porque las cosas fuesen mal. Era lo de siempre, iban demasiado despacio. Seguía arrastrando las prisas, el no parar quieto, el quererlo todo de golpe. No había aprendido a tirarme en el sofá a engullir televisión. Eso me hacía aún más extraño de cara a los demás.

Por si no fuese suficiente con la oscuridad psicológica y los síntomas fisiológicos. Llegaron días de niebla, pero sólo allí, alrededor de mi casa, en mi pueblo, que cada día se me hacía más hostil. La gente eran cardos repartiendo pinchazos afilados de rencor. Pero yo era Pacífico, un perro lleno de pulgas o problemas. Desencadenaba sentimientos enfrentados: asco y pena, pero ambos igual de hirientes. - ¡Maldito invierno!

Me marché. No soportaba tantas voces dentro de un espacio tan pequeño. La niebla no desapareció hasta que crucé la frontera de mi comarca. Y me acordé de una novela de Stephen King, en la que una niebla maligna envolvía la zona y la inundaba de repulsivos monstruos. Eso mismo ha pasado en mi pueblo, estaba lleno de niebla y monstruos.
Pero con la luz todo cambió: Aparecieron las dehesas, el sol alegraba los rostros y los pájaros cantaban una alegre canción. Aquella casita en el campo era el refugio perfecto, un lugar donde quedarse al margen, donde coger carrera y escuchar las voces de la naturaleza.

Estaba en estado de abandono. Desde que vendí el ganado casi no pisaba por allí, y habían proliferado las arañas entre los destrozos de las ratas.
- Ya tienes tarea! Limpia! - La mala conciencia, siempre con sus órdenes absurdas.
- Pues ahora no limpio porque no me sale de los cojones! - Pero el maldito invierno seguía con sus codazos de frío, y no me quedó más remedio que poner un poco de orden. Porque el interior de la caseta olía a orín de rata, y las ratas me dan asco y miedo.

- Antes de lanzarme a la tarea me fumaré un porrito. - Pensé jocoso.
Es arriesgado fumar antes de haber acabado con las obligaciones, sobre todo si hace frio y la casa está llena de ratas tan grandes como conejos... - Chiiiii - Escuché sus afilados chillidos. Estaba paranoico y todavía no había dado ni una calada.


Los monstruos habían llegado allí. A pesar de los rayos de sol incidiendo en perpendicular sobre las heladas piedras, las pegajosas jaras y las proliferantes setas,  mis visiones ensombrecieron aquel lugar. - Y... aquello que se acercaba por el horizonte... ¿No era también niebla?


Al final, sus miedos eran la realidad y los malos no eran los demás. Locura crecía a sus pies y el pozo más profundo de su cabeza se había secado de tanto leer. - A galopar! ¡A galopar! - Gritaba mientras espoleaba a su ficticio Rocinante de huesos de rata.