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viernes, 23 de febrero de 2024

Resolución de problemas en el desarrollo de software: una mirada fenomenológica

Seguramente la fenomenología sea una de las corrientes filosóficas más importantes e influyentes del último siglo. Sus principales autores fueron un puñado de señoros blancos, centro europeos, más o menos acomodados, que desarrollaron sus carreras en diferentes cátedras universitarias: Husserl -al que puede considerarse el padre de dicha corriente-, Heidegger, Merleau-Ponty, Sartre, Gadamer...
Durante la Segunda Guerra Mundial, con el auge del nazismo, algunos de estos filósofos huyeron del viejo continente y la fenomenología extendió su influencia por las américas. Así que, a día de hoy, existe una amplia bibliografía y expertos que siguen estudiando esta corriente, no sólo en lengua alemana y francesa, sino también en inglés y castellano.

Y ¿Qué carajos tiene que ver la filosofía con la resolución de problemas -especialmente con los problemas tecnológicos-? Bueno... el de este post, no es sólo un título que busque generar expectación. Aquí trataré de exponer como, mantener una actitud fenemenológica, nos puede resultar útil a la hora de abordar ciertos problemas que surgen en el desarrollo de aplicaciones informáticas... O quizá no resulte útil pero, al menos, nos hará sentirnos parte de un ser más global al conectar nuestras miserias de desarrolladores con los grandes problemas de la humanidad: ¿Qué es el Ser? ¿Es posible el conocimiento? Quizá, así, nos ayude a llegar más lejos, nos de aire para sumergirnos más profundo y, finalmente, nos conduzca al éxito si lo abordamos como una cuestión trascendental y no un simple problema técnico.

Si pudiéramos definir la fenomenología en una sola frase diríamos con Husserl que hay que "ir a las cosas mismas". Y, las cosas mismas, en este nuestro caso, van a ser los problemas tecnológicos. Y, para ser más específicos: los problemas surgidos en el desarrollo de software.

Muchas veces creemos que debemos acumular un montón de conocimientos teóricos para afrontar los problemas que nos encontramos en nuestro trabajo diario. Padecemos un cierto síndrome de Diógenes del conocimiento. Un síndrome que vamos cultivando desde que nos incorporamos al sistema educativo: adquiriendo el conocimiento y luego demostrándolo en exámenes y pruebas varias. Pero no es algo exclusivo del sistema educativo. Se ve también en el mundo empresarial: en la compañía para la que trabajo, por ejemplo, la forma de promocionar consiste en defender ante un comité de "expertos" que manejas una buena retahíla de conocimientos teóricos en un área determinada. Y muchas entrevistas de trabajo acaban convirtiéndose en un enumerar tecnologías, saber situarlas en un cierto espectro de negocio -y que coincidan con la check list del entrevistador-. Incluso en algunas compañías se hacen exámenes -o pruebas técnicas- para seleccionar al mejor candidato, en base a ese saber teórico.
No es de extrañar que el sistema educativo y empresarial se parezcan tanto: el uno alimenta al otro de mano de obra y las compañías marcan la hoja de ruta de los centros de formación -en base a las necesidades de los mercados-. Y, sí, es necesaria una cierta base teórica, una serie de preconcepciones, generalidades, formas de hacer, vocabulario y conceptos comunes que nos orienten en el día a día de nuestro sector concreto y en el continuo movimiento de las nuevas versiones, productos y tendencias que van apareciendo en el mundo IT. Pero seamos realistas: en la era del internet y las IA, el saber enciclopédico ha perdido fuerza frente a otras habilidades como: buscar, filtrar y contrastar información, modelar o aprender haciendo... Ya no es tan fácil salir airosos de tirarse el pegote -porque con el móvil cualquiera puede acceder a internet y contrastar la información-.

De hecho, aunque manejemos un buen abanico de conocimientos, en nuestro quehacer diario debemos lidiar con muchas incertidumbres y tecnologías que no conocemos, o conocemos de forma vaga, o hace años que no utilizamos. Es imposible conocerlo todo: en los proyectos trabaja mucha gente, cada proyecto tiene sus propias dependencias, funcionalidades, módulos y una forma diferente de combinarlos para resolver necesidades concretas. Así que, cuando estamos implementando mejoras, cambios o nuevas características, nos puede pasar que "-Esta mierda no funciona y no tengo ni idea de por qué". Nos cabreamos y empezamos a buscar culpables para averiguar quién ha montado eso de forma tan enrevesada, nos bloqueamos, no sabemos por donde avanzar... Descubrimos que los flamantes contenidos teóricos que expusimos de forma brillante en la entrevista no sirven de mucho para manejarnos en la nebulosa de incertidumbre en la que hemos aterrizado. Aquí es cuando la fenomenología puede venir en nuestra ayuda: -¡Vayamos al problema mismo! Vayamos afianzando certidumbres, pongamos en suspenso aquello que dábamos por supuesto -pero de lo que no tenemos evidencia-. Con suerte, lograremos llegar a un punto en que descubramos que estábamos equivocados y que el error estaba en nosotros, que habíamos implementado algo con una concepción errónea de cómo funcionaba tal o cual herramienta -de la equivocación y el error es fácil salir; es mucho más complejo salir de los estados de confusión-.

Al final, la fenomenología va de eso: de aportar certeza, fundamentar las ideas en la realidad y determinar si es posible acceder a esta última desde nuestra subjetividad. El conocimiento siempre es "conocimiento de", siempre va dirigido a algo -acerca de lo que queremos saber-. Queremos saber de nuestro proyecto para identificar el problema, resolverlo y seguir adelante con lo que estábamos haciendo. Y, obviamente, no lo conocemos todo, sólo la superficie a la vista desde donde nos estamos aproximando... Todo apunta a que tendremos que enfocar desde puntos diversos y profundizar en ciertos aspectos que antes para nosotros eran perfectamente abstraíbles -caja negra-. Cuando finalicemos este proceso tendremos una idea más precisa de lo que el proyecto y las tecnologías que utiliza son. También la fenomenología nos señala eso: cómo las ideas que manejamos de las cosas están en continua construcción y adaptación, cómo se van determinando a partir de las diferentes miradas y formas de aproximarnos a ellas.

Por suerte, hoy día, tenemos un montón de herramientas que nos ayudan a llegar al proyecto mismo: control de versiones, visualización y filtrado de logs, monitorización de métricas, documentación, código fuente, comentarios, release notes, distintos entornos -de prueba, carga...- que nos hacen la vida más sencilla y nos permiten conocer los proyectos, su comportamiento y evolución ¿Quién ha cambiado qué? ¿Por qué lo ha hecho? Pero, claro, hay que tirarse al barro, remangarse, ponerse a probar, observar, recabar información... En fin, adoptar una actitud fenomenológica.

Mucho ir a la cosa misma, enfangarse y todo eso... pero hasta ahora lo único que hemos hecho ha sido idealizar nuestro proyecto: tratando de formarnos una idea más precisa de cómo funciona y, en fin, de lo que el proyecto es. Empezamos siendo críticos con el conocimiento teórico y acabamos volviendo a él. Pero en el camino ha ocurrido que nuestro conocimiento ha cambiado: es más profundo y detallado. Y podríamos perdernos en esa espiral virtuosa de conocimiento, pero el tiempo apremia y, realmente, no miramos el proyecto porque queramos adquirir conocimiento y tener una idea clara del mismo -un poco también es eso, pero no es lo más importante-, lo miramos desde nuestra circunstancia como desarrolladores, con una cierta intencionalidad: resolver el problema que nos bloquea el avance en nuestras tareas.

Heidegger fue alumno de Husserl pero consideró que su maestro había tomado un cierto rumbo idealista, que se había preocupado demasiado por el conocimiento, las ideas de las cosas y la relación entre ambas. Consideraba que había abandonado su propósito inicial: "ir a las cosas mismas". Heidegger dio un giro a la trayectoria de su maestro y se centró en el ser y en la existencia del individuo arrojado al mundo de la vida, llamó a esto "Dasain": ser ahí, estar en el mundo. Y eso es lo que nos ocurre a nosotros ante un problema: que estamos ahí, con nuestras circunstancias y, seguramente, no tenemos tiempo, permisos, ni recursos suficientes para llegar a tener una idea completa y fidedigna del proyecto y el entorno. Tenemos que partir de nuestra aproximación parcial, desde nuestro lugar en el mundo, compañía, equipo de trabajo...

En esta línea, Heidegger distinguió dos tipos de ser: un "ser a la mano" en el que no nos preocupamos mucho por cómo es la cosa en sí -por ejemplo, cuando tenemos nuestro ordenador y nuestro IDE funcionando como un reloj suizo, no nos importa cómo está ensamblado, simplemente los utilizamos-. Pero, cuando algo se rompe, o nos da problemas, entonces empezamos a preocuparnos por su ser: cómo funciona, de qué está hecho... Esta nueva preocupación por el ser es lo que Heiddeger llamó el "ser a la vista".

Ocurrió en nuestro equipo que, mientras hacíamos una actualización de dependencias de un proyecto, empezó a fallar el despliegue. Y era algo que no tenía mucho sentido, porque pasaba todos los tests, se ejecutaba en local... Pero, cuando intentábamos levantarlo en el entorno de desarrollo, se quedaba tostado. Nos tuvo bloqueados varias semanas. Era un proyecto del que sabíamos muy poco, y no había expertos a los que poder recurrir: varios equipos habían trabajado en él, pero todos tenían su conocimiento parcial. Finalmente, resultó que el cliente de mensajería de colas -Kafka-, había introducido algún cambio y hacía fallar un proceso interno que verificaba si se había llegado a leer todos los mensajes de la cola antes de dar la aplicación como healthy. 

Así que, el problema, hizo que dejáramos de lado una serie de acciones que ya teníamos bastante sistematizadas para actualizar aplicaciones y nos puso el proyecto a la vista. Y, una vez visto, sentimos la necesidad de comprenderlo. Aunque no lo comprendimos del todo y no desentrañamos su ser. Porque somos personas pragmáticas, técnicas, ingeniosos ingenieros que cumplimos con los dead lines... así que asumimos nuestra circunstancia y conseguimos llegar, no a la mejor solución posible, sino a una solución de compromiso. 

Al final, estos proyectos de software son construcciones humanas y, muchas veces, nos sentimos tentados de tirarlas a la basura y rehacerlas de nuevo. Porque, además, construir cosas nuevas es mucho más gratificante que no enredarse en estos problemas y estar durante semanas sin ver avances. Pero, a menudo, ocurre que la nueva implementación resuelve viejos problemas y genera otros. Cuesta mucho dejar algo funcionando fino, fino. Por eso a las IA y algoritmos hay que entrenarlos y los mejores profesionales son los que han aprendido haciendo. Seguramente andamos escasos de actitud fenomenológica: de ese ir a las cosas mismas. Y, en el caso de las construcciones humanas no dedicamos tiempo suficiente a comprenderlas, reapropiárnoslas o mejorarlas... Las descartamos rápidamente con el ávido deseo de implementar nuestras propias atractivas y dinámicas soluciones que resulten más rápidas, precisas y eficientes para nuestros fines. Al menos es así en el mundo de la tecnología y, porqué no decirlo, también en el de la ciencia. Pareciera que son áreas estas de conocimiento que se sostienen sobre la pura actualidad, como si no tuvieran historia -o como si esta fuera absolutamente prescindible-. Se sostienen sobre la idea de un positivismo sin fisuras: sólo es verdad lo último y los antiguos estaban equivocados porque carecían de nuestros conocimientos y herramientas. 

Husserl y otros fenomenólogos fueron muy críticos con la racionalidad técnico-científica y su positivismo. Consideraban que habían evolucionado al servicio del sometimiento y la explotación -de la naturaleza y también de otros humanos-. Que en su loca carrera utilitarista, esta racionalidad, se ha olvidado de las circunstancias sociales que la hicieron posible y ha acabado reduciendo la realidad a su propia dimensión. Por ejemplo, si preguntamos ¿Qué es un altavoz? Nos vamos rápidamente a sus características técnicas o los conceptos científicos en que se basa su construcción. No decimos que es de donde sale la música, la voz de nuestros seres queridos, o lo molesto que resulta cuando está cascado... Y para cualquier cosa que intentemos definir siempre damos prioridad a su dimensión científica o técnica, aunque para nosotros sean las menos relevantes de todas.

Heidegger fue aún más duro en sus críticas con la racionalidad científico-técnica, considerando que la cultura occidental se había preocupado únicamente por las cosas y se había olvidado del ser. Sólo vemos cosas. Cómo estas nos pueden resultar útiles para someter y transformar. Hemos perdido la capacidad de maravillarnos al observar la realidad.

Quizá todas esas críticas se traslucen en la forma de afrontar los problemas que nos encontramos a la hora de desarrollar sobre productos ya hechos. Lejos de adoptar una actitud fenomenológica, o maravillarnos con las implementaciones de otros, abordamos los problemas con un cierto positivismo naif por el que creemos ser mejores solo por el hecho de estar por delante en la línea del tiempo.
Y, bueno, caminamos a hombros de gigantes -apoyándonos en lo que otros construyeron-. La fenomenología no cuestiona ese hecho, sólo nos dice que lo pongamos entre paréntesis, en suspenso; que revisemos y verifiquemos con la cosa misma -con nuestra experiencia de la cosa-. Es esa actitud, de conocimiento y maravillarse de lo ya existente, la que puede ayudarnos a solventar nuestros problemas tecnológicos y acercarnos a los que estuvieron ahí antes que nosotros. Comprendiéndolos, en lugar de desautorizarlos porque "Yo esto no lo entiendo, así que no debe tener sentido".


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No parece la fenomenología una corriente revolucionaria que pretenda dar la vuelta a la tortilla. Todo lo contrario, perece continuista de lo que hay, un profundizar en el Ser. Tampoco es revolucionario el mundo del desarrollo de aplicaciones -aunque en la época álgida del software libre fantaseáramos con su poder transformador-.
Estos filósofos vivieron tiempos convulsos en la Europa de entre guerras. A Heidegger su existencialimo no le salvó de afiliarse al partido nazi. También los programadores nos embarcamos en empresas inmorales -aplicaciones adictivas, de control...- . Pero, otros autores, como Lévinas, confirieron una dimensión ética a la fenomenología. Resaltando su carácter intersubjetivo, la construcción social de las ideas y el reconocimiento del otro como otro yo. Y es, quizá, ese vernos reflejados en los otros, reconocer su trabajo y subjetividad, lo que nos permita salir de esta deriva tan antihumana -de guerras, consumo y desigualdad- en la que andamos embarcados.


martes, 23 de enero de 2024

Los telecos y el intrusismo laboral

El otro día estaba tomando algo con los compis de trabajo y soltaron la frase: -Es que los telecos son así... Y ese así quería decir un montón de cosas: que tienen aspiraciones muy altas, que se creen por encima de otros ingenieros -informáticos, industriales...-, que merecen cobrar más, o dedicarse sólo a tareas de gestión, a dar charlas... Y, claro, tuve que decirlo: -Oye, chicos, que yo "soy" teleco.

El caso es que sigo a vueltas con la fenomenología -ahora con Heidegger-. Heidegger se pregunta mucho por el ser. Y decir que "soy" teleco, así, sin más, me rechinó bastante y sentí la imperiosa necesidad de reflexionar sobre mi ser y desvelar si realmente yo era eso que llevaba tanto tiempo atribuyéndome. Es cierto: saqué la carrera con mucho esfuerzo, sudor, lágrimas -y alguna alegría-, por ahí tengo un papel que lo acredita. Supongo que, desde una mirada institucional y burocrática, soy eso: ese papel, un ente del tipo teleco.

Y, por haber superado la formidable hazaña de conseguir el título, pertenezco a esa clase de engreídos cuya aspiración debería ser trabajar en la NASA o similar. Pero una cosa son las categorías y conceptos con los que ordenamos nuestro estrecho mundo y otra el Ser, o la verdad de ese título: ¿Nos revela alguna realidad lo que hay apuntado en ese papel?

La cosa es que lo de ser teleco lo asocio a algo bastante pragmático -el mero ser poseedor de un título es algo muy burocrático, muy teórico, muy del mundo de lo inmaterial, de las ideas... un papel que certifica que tienes los conocimientos sobre algo-. Realmente no es así, realmente implica una práctica y una ejercitación que ha sido reconocida y validada por comités de expertos -los profes, los auténticos telecos-. Pero podría tener el título que me curré hace 1000 años y estar cuidando un rebaño de 1000 ovejas, o especulando con la vivienda en mi propia inmobiliaria, o escribiendo artículos sobre tecnología en un periódico... Incluso podría tener por ahí otro título, de yo qué sé: Filosofía! Entonces sería teleco? El burro es de donde nace o de donde pace?

Imaginamos que ser cualquier cosa debe implicar un ejercer y practicar. Así, el teleco tendría no sólo que haber sido sino "estar" ahí, en lo suyo, en el mundo de las telecomunicaciones: diseñando, implementando, comprando, arreglando... En lo que quiera que sea "el mundo de las telecomunicaciones". Que, si lo asociamos con los contenidos teóricos que se imparten en la carrera, viene a ser un área de conocimiento bien amplia. Abarcando gran parte de la matemática, lógica, estadística, física y cualquier área tecnológica con base electrónica, todo ello aderezado con la gestión de proyectos, personas, finanzas y cualquier adventicia demanda de los mercados y/o empresas tecnológicas. Vamos, que el mundo de las telecomunicaciones es tan vasto, que cualquier empleo tecnológico o de formación dentro de la empresa privada o pública nos valdría. Abarca un área tan grande que se disuelve en la nada. Y es lo que de facto ocurre con los telecos: que no tienen un área definida de trabajo y se mueven continuamente en el intrusismo. Yo, sin ir más lejos, siempre me he ganado la vida en el área de la informática. Y supongo que eso es también lo que motiva la frase de "es que los telecos sois así...". Esa idea de que estamos devaluando las profesiones en las que nos insertamos. Pareciera que cualquiera, sin una formación específica, puede ejercerlas. Somos como los inmigrantes: venimos a quedarnos con los trabajos de los que son de aquí y deberíamos largarnos a "lo nuestro".

Así que, igual sí que "soy" teleco: tengo mi título y desenvuelvo mi trabajo en un área que no se ciñe a los contenidos teóricos o prácticos de la carrera. Pasó con muchas otras titulaciones: los licenciados acabamos por ahí currando de cualquier cosa, algunos porque les atraían más otras áreas y otros porque no quedó más remedio -nos movemos en esa clase social en necesitamos ingresos para sostener la vida-. En mi caso, cuando empecé la carrera no es que tuviera una vocación brutal por las telecomunicaciones. Sí, siempre me gustó la tecnología, pero empecé sólo porque era bueno estudiando, me daba la nota y tenía salidas laborales. Y cuando me puse puse a trabajar en el sector de la informática fue porque mis inquietudes me habían acercado ahí, pero sobre todo porque la mayoría de ofertas de trabajo se movían en ese ámbito.

Un compañero de universidad comentó que: -Si hubiera invertido todo ese tiempo en estudiar economía y finanzas, seguramente tendría ahora mucho más dinero. Pero lo cierto es que, cuando nos esforzábamos hasta la casi extenuación en aprobar los exámenes de antenas, microondas, fotónica o electrónica, ya se veía venir la tragedia... -Oye, que lo mismo no vienen las empresas a rifársenos por nuestros maravillosos y bizarros conocimientos. -Que aquí hay mucha peña y tampoco hay tanto trabajo
Ya en los últimos años se hablaba de que -Bueno, lo importante no son tanto los conocimientos adquiridos como las actitudes y aptitudes. -Vuestra formación como ingenieros os permitirá adaptaros a las volátiles demandas de los mercados de trabajo. Vamos, que podíamos utilizar nuestro juego de cintura y nuestro lomo curtido a palos para ir medrando hasta las posiciones más altas... Vamos, que nos habían entrenado para ser intrusos, oportunistas. Y creo que fue un poco decepcionante para todos -seguramente para todos los universitarios de esa generación-, porque la imagen que manejábamos de un ingeniero o licenciado era la de alguien muy importante al que todo el mundo le allanaba el terreno para que realizara sus precisas y sofisticadas intervenciones en las grandes estructuras de los estados o las compañías internacionales. Una imagen del hombre ingeniero de la revolución industrial: adinerado, de familia bien, que había trabajado duro -y lo seguía haciendo- para estar en su posición actual. Una imagen que también se cultivaba desde los ámbitos académicos de la universidad -los profes se daban mucha importancia-. Una fantasía que se desmoronó con la burbuja de las ".com" y que nos tocó asimilar al insertarnos en el mercado laboral durante los primeros 2000. Y, realmente, el trabajo duro nunca nos faltó, ni la competencia feroz, ni la continua formación, las largas jornadas, el móvil y ordenador. Hordas de titulados para construir un mundo peor al servicio del capital y el control estatal.


De todas formas, si me preguntan qué soy -en lo laboral que es la única dimensión en la que a alguien se le pregunta por el ser-, yo nunca respondo que soy teleco. Siempre digo que soy programador informático o algo similar. Pero lo cierto es que programo poco... y ando por ahí tratando de descifrar lo que otros han hecho, para copiar, modificar o intervenir en el lugar adecuado, configurando servidores, haciendo pruebas, planificando, desmarañando información... Cada día me cuesta más decir qué soy. Y me gusta esa idea Heideggeriana del Dasein -el ser ahí, el estar- y la idea Bergsoniana del tiempo como bola de nieve... Soy eso que está ahí, que ha sido traído a un mundo fuertemente codificado, adaptándose a las circunstancias y acumulando experiencias. Porque, eso sí: en mi formación para la vida y como teleco, siempre fui educado en el trabajo constante. Supongo que encontré cierto placer en extraer conocimiento de la experiencia... en transformar ese trabajo duro en un trabajar también para mí, para los míos, para mi mundo imaginado. Y en ese mundo fantaseado se necesita saber de antenas, microondas, fenomenología, motosierras, ovejas, blogs, fotografía, cocina y un montón de mierdas que nada tienen que ver con la rentabilidad. Y creo que eso sí que es parte importante de mi ser -quizá también de todos los que consiguieron su título de teleco-: ese continuo movimiento y abrir líneas de fuga más allá de la estrecha racionalidad técnica y laboral, más allá de las dinámicas económicas, empresariales, la superación personal, o la rentabilización del tiempo.

Quizá esa sobreformación que recibimos para incorporarnos a un mercado laboral que ya demandaba otras cosas nos hizo tomar consciencia prematuramente de lo que ya se venía advirtiendo en teorías marxistas: que el trabajo no lo es todo, que tenemos ciertas curiosidades que necesitan ser satisfechas y que muchas de esas satisfacciones requieren trabajo, un trabajo diferente al alienado -al de por cuenta ajena-. Que nuestro ser va mucho más lejos de lo que pone en el CV.

Lejos de ser una simple actividad económica, el trabajo es la "actividad existencial" del hombre, su "actividad libre, consciente" -de ninguna manera sólo un medio para mantener su vida (Lebensmittel), sino para desarrollar su "naturaleza universal". - H. Marcuse. Marx y el trabajo alienado. Buenos Aires, Carlos Pérez editor, 1969, p.10.

viernes, 8 de diciembre de 2023

Los profesionales y la gala del deporte

El ayuntamiento del pueblo organizó un evento para entregar premios a deportistas locales. Lo llamaron "La gala del deporte". Y era una entrega de premios como las que se ven por la tele: con presentadores, actuaciones, discursos de agradecimiento, aplausos, público... Un lugar donde los profesionales de este tipo de eventos van dando paso a la gente de otro ámbito: políticos, deportistas, artistas...

En este caso había una profesional de las galas: la presentadora. Era una presentadora como las de la tele, con una gestualidad y forma de hablar muy cuidadas, muy dinámicas, con un impecable control de los silencios (o la falta de los mismos). Todo lo que decía era perfectamente esperable, sin notas discordantes, perfectamente insertado en el flujo del acto. Realmente llamaba mucho la atención. Porque para este tipo de eventos estamos acostumbrados a que todas las personas sean del pueblo -no profesionales-. Y, claro, cuando hablaban los deportistas, el alcalde, o cualquier local, el contraste era brutal: -Oh..! Qué monos! Mira cómo hablan en público...

Yo no suelo ver este tipo de galas, tampoco en la tele. Pero conozco el formato. Supongo que se ha ido fraguando durante décadas en diferentes canales y países. Existen unos códigos, unos tiempos, unas formas de hacer, unos objetivos y unas pautas para conseguirlo -conocidos por todo la comunidad que se interesa por ese ámbito específico-. Entiendo que eso es lo que permite que haya profesionales... Que sea algo acotado, definido que se pueda llegar a cualquier pueblo, a cualquier tipo de evento, ensayar el guión y hacer el trabajo. 

Supongo que todos los trabajadores somos profesionales, todos tenemos nuestra profesión: conocemos los códigos, los lenguajes, las herramientas, los procedimientos... Podemos insertarnos en cualquier compañía y seguir moviendo la maquinaria. 

Como un futbolista se puede mover de un club a otro y seguir ganando partidos. Porque el equipo no existe, existe la marca sostenida por los accionistas-. El equipo es sólo un eufemismo, una forma de referirse al medio, a la maquinaria, para competir y ganar.

Quizá, de los equipos locales esperamos o imaginamos otra cosa. Una cosa más amateur, orientada a disfrutar, a formar comunidad, a crear identidad, consolidar nuestro propio lenguaje, valores y relaciones. Pienso que en este tipo de galas organizadas por las instituciones locales también esperamos algo similar: una oportunidad para que los más lanzados y desvergonzados cojan el micro, para que los que quieren superar sus miedos se suban al escenario o, para constatar quién ha sido obligado por otro. Conceder la oportunidad de contar chascarrillos, invocar referentes del pueblo, improvisar, crear liderazgos, meter la pata, dar que hablar... Creo que esa discordancia entre lo local esperado y la presentadora profesional era lo que resultaba tan discordante, también porque uno asiste a ese tipo de eventos por una suerte de compromiso y quiere ver la cara de quienes le han comprometido.

Presentadora creada con Intelegencia Artificial

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En la gala bailaron también las niñas y niños de la escuela de danza. Bailaban bailes "modernos", con músicas actuales. Canciones que conocemos todos porque suenan continuamente en los medios. Y también resultaba un tanto chocante: ese ver a las niñas bailando canciones con contenido más o menos explícito, con esas poses y movimientos tan sexualizados que se llevan hoy día... Algo que uno ya no sabe muy bien si es empoderamiento femenino, una expansión de la pornografía, o una mezcla de las dos anteriores. El caso es que las niñas bailaban ahí, delante de todo el mundo, dando riendo suelta a su expresividad física y se las veías muy cómodas. Quizá porque estaban en grupo, con sus amigas, compañeras, vecinos... Y lo hacían muy bien, especialmente las mayores -porque los movimientos del grupo estaban más coordinados-. Aquí no había nada que ganar, no era una competición, era solo un exhibirse, un expresarse ante los demás... Y pensé: -Jo! Ojalá se premiara más este tipo actividades -que son también físicas- que no tienen tanto que ver con el competir o superarse unas a otros -o a uno mismo-. Que tienen más que ver con el expresarse y el crear vínculo.


lunes, 11 de octubre de 2021

Educación: amabilidad, dolor, rabia, pedagogía "cuqui" y la desmitificación de una profesión

A la mayor de mis hijas ya hace tiempo que le mandan deberes en el cole. A mí me saca de quicio tener que ayudarla o supervisarla. No soy paciente con ella. Supongo que tampoco he desarrollado las habilidades necesarias para hacerla entender los conceptos que tengo interiorizados y ella tiene que poner en práctica.
Todos tenemos muchas cosas que hacer, y nos gustaría resolver las obligaciones en el menor tiempo posible -para dedicarnos a lo que realmente nos gusta-. Eso es de lo poco que he aprendido tras atravesar el sistema educativo: la sociedad te impone tareas desagradables y, si no las resuelves de forma eficiente y legal, te va a castigar con precariedad, trabajos mal pagados o privación de la libertad -en el peor de los casos-.

Con hijas en esas edades, empiezas a escuchar historias chungas: de niñas y niños que no quieren ir al cole -que les duele la barriga o que desarrollan tics nerviosos-, de profes demasiado estrictos -que no empatizan-, de otros demasiado dejados -que pasan-, de acosos de niños contra niñas -o contra profes-, de madres indignadas, de familias desbordadas, irritadas...   

La educación obligatoria es un trance que todos debemos atravesar. Y el trabajo de profe se parece más al de un policía o un funcionario de hacienda que al del trabajador de una fábrica en cadena. Administrando disciplina para conseguir impartir una clase en aulas demasiado numerosas, fiscalizando deberes, asignando notas numéricas, corrigiendo errores, motivando, castigando... Al final, hay que conseguir que todos alcancen ciertos niveles marcados en el BOE, e ir dejando atrás a los que no lo consiguen -para el mercado de la precariedad laboral-. Todo bajo los más objetivos controles de calidad.

No es de extrañar que acaben quemados, de baja, o se jubilen en cuanto ven la mínima oportunidad. Porque además es una profesión que se ha romantizado sobremanera. Es muy común escuchar frases como: -Es un trabajo vocacional. -Está lleno de satisfacciones. -Los niños son seres de luz que tienen mucho que enseñarnos. Pero más bien pareciera que la única afirmación cierta es: -Tienen muchas vacaciones, tiempo libre, estabilidad, un salario digno y las mismas ventajas laborales de cualquier funcionario... Aunque esto último empieza a ser cada vez menos cierto -es una profesión que también se está precarizando: con la privatización de la educación y el sistema de rotación de interinos-.


La verdad que resulta muy loco. Y muchas veces me pregunto por qué hacemos del proceso de aprendizaje e inserción en la sociedad algo tan doloroso, estricto, castrante... ¿Es realmente necesario? Los niños tienen una gran curiosidad, están deseosos de aprender y abrir su abanico de relaciones sociales... pero les atosigamos con contenidos abstractos: matemáticas, clasificaciones en categorías, análisis del lenguaje, repeticiones, disciplina... En plazos cortos, a toda prisa, en aulas demasiado numerosas...
Seguramente con 5 profes por cada alumno no conseguirías satisfacer todas su ansias de conocimiento... Pero las ratios están invertidas y el trabajo de profe se convierte en el del capataz de una gran cadena de producción.

Así que, cuando leí este testimonio de una profesora de instituto, me pareció absolutamente lúcido y esclarecedor -dejo aquí un fragmento, pero el artículo completo es absolutamente recomendable-.

"[...] lo mejor que puedo hacer es algo más bien simple: tratarlos bien. Desafortunadamente, no hay muchas personas que cumplan con un requisito tan merecido por todo el mundo, como es el de ser bien tratade, de acoger con delicadeza la enorme vulnerabilidad de niñes y jóvenes que, desde los tres años de edad y por un largo y exigentísimo periodo de tiempo, son reclutades por el sistema para exprimir y canalizar todas sus cualidades, energías, proyectos, ilusiones y auto-imagen, a trabajar, casi hasta el final de sus días para enriquecer a otras personas (o lo que sea, pues albergo bastantes dudas acerca de la existencia de un beneficiario final de toda esta chifladura)." - Belén Castellanos Rodríguez. Profesora: trabajadora fordista

Imagen de la película The Wall (1982). En el fragmento en que aborda la educación escolar, con la canción de Another brick in the wall

Es muy famosa la canción de Pink Floyd de Another brick in the wall, con una iconografía y una letra realmente impactantes. Podemos pensar que la educación ha mejorado mucho desde aquel entonces: ya nadie toleraría el uso del maltrato físico... Pero no somos tan ingenuos como para ignorar que existen otras formas de coerción y castigo -seguramente todos las utilizamos alguna vez-. Porque es muy común escuchar expresiones como: -A estos jóvenes les falta una buena mili, que les enseñen disciplina y trabajo duro. Que en el fondo enmascara el deseo que el sistema educativo dejó marcado en nosotros: -Queremos que sufráis como sufrimos nosotros -para que perpetuéis este engranaje y nos paguéis las pensiones-.

En la teoría educativa se han hecho comunes las tendencias de: atención a la diversidad, técnicas de motivación, hacer los contenidos atractivos, observar las múltiples inteligencias, trabajar las habilidades sociales y emocionales, aprender haciendo... Y, sí, va calando... Pero se está intentando sumar eso a los objetivos de la educación tradicional -por contenidos-, y la cumplimentación de burocracia, sin aumentar los recursos en  personal. Así que, no parece que en el ámbito educativo de los primeros años -a corto plazo- vaya a ser posible implementar esa educación "cuqui". Porque, si algo nos ha enseñado la pandemia, es que no es tan sencillo sustituir maestros por tecnología -lo único en lo que parecen ser eficientes nuestras sociedades-.

Así que, ante este malestar que genera nuestra sociedad en docentes y niñxs -dolor- y su consiguiente reacción subversiva -rabia-. Padres y madres depositamos enormes esperanzas y responsabilidades en maestros y maestras. Sí, es muy importante que niñas y niños hablen muchos idiomas, que sepan hacer integrales, redactar documentos oficiales, navegar por internet... Pero el precio no puede ser una completa deshumanización y enajenación -con la consecuente incapacidad para pensar y construir otros mundos posibles: más ambles, que merezcan la pena ser vividos-.

 

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Así que, si los maestros y maestras no son más que funcionarios, capataces de cadenas de producción, policías... al servicio de los Estados y el capital -sobre los que ahora se extiende una fina capa de pedagogía cuqui- ¿De dónde sale la imagen romántica del maestro como esa superheroína libertaria capaz de educar a niñas y niños para construir un mundo mejor?

En el contexto Español hay que retrotraerse a tiempos previos a la dictadura franquista. Cuando la frase "Pasar más hambre que un maestro de escuela" tenía sentido. O, a la propia dictadura, cuando se consolida el mito de maestros y maestras opuestos al régimen -los que se la jugaban para que sus alumnas y alumnos gozaran de una educación distinta a la que ellos tuvieron que sufrir, en un intento infructuoso de subvertir el sistema-. 

A todos se nos cae la lagrimilla recordando el discurso de Fernando Fernán Gómez en La lengua de las mariposas: "Si conseguimos que una generación, una sola generación, crezca libre en España, nadie les podrá arrancar nunca la libertad, nadie les podrá robar ese tesoro."

Nos emocionamos con Patxi Andion cantando la canción de El Maestro 

"Con el alma en una nube
y el cuerpo como un lamento
viene el problema del pueblo,
viene el maestro.
El cura cree que es ateo
y el alcalde comunista
y el cabo jefe de puesto
piensa que es un anarquista.
Le deben 36 meses
del cacareado aumento...
"

O también con los más modernos Zoo y su canción a La Mestra

"Contrabandista de verbs clandestins escampant el verí
Pobles vius i senders infinits.
Quin gust sentir-la parlar.
Si del carrer i el corral és l'ama
I ara hi ha un poble que brama
"

Pero ya no hay dictadura, ni un proletariado al que se le niegue el acceso a la educación. Los maestros están lejos de pasar hambre. Y ese discurso del docente subversivo ha quedado trasnochado. Más bien, podemos observar que se ha convertido en un colectivo bastante reaccionario que, en el mejor de los casos, se esfuerza por hacer funcionar el sistema que les sustenta: que sea justo, que no excluya, que sus alumnxs lleguen tan alto como puedan en la pirámide social... No parece que esa sea la libertad de la que hablaba Fernando Fernán Gómez. Ni que pueda aportar ningún bien sostener el mito de la docencia, cuando está absolutamente desacoplado de la realidad actual y sólo puede aportar dolor y frustración. Todos los trabajos son susceptibles de quemarnos y agotarnos. No caigamos en la trampa que nos tienden los mercados: la trampa de lo vocacional y la autorealización. Porque nos echa sobre la espalda la carga de convertirnos en empresarios de nuestro propio destino y justificar con inconsciente sonrisa lo que genera malestar -todo por disponer de un apartamento en la playa-.


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lunes, 15 de febrero de 2021

Cine mainstream, feminismo y disolución del amor romántico

Erin Brockovich necesita dinero a toda costa. Lo va a conseguir y, cuando vea que puede, va a querer más. No es un lobo de Wall Street, pero podría serlo. La diferencia es que la ambición de Erin es motivada por buenas causas: mantener a sus hijos, conseguir que una gran compañía compense a las familias por los vertidos tóxicos que trató de ocultar, la autorrealización en el trabajo...

No va a permitir que el amor ni los cuidados se interpongan en su camino. Ese es el precio a pagar por el éxito en los negocios. Todo el rollo ese de la conciliación es para los mediocres y gente sin aspiraciones profesionales. No es sólo Erin, su jefe -un señor mayor-, está en esa misma dinámica del trabajo duro. Es tanta la fijación con el éxito y su monetización -en la peli es imposible disociar el uno de la otra-, que nadie parece reparar en que Julia Roberts -la actriz que encarna a Erin- está buenísima. Es como si su obsesión por el trabajo la desposeyera absolutamente de toda sensualidad. 

Básicamente, la película viene a decirnos: aunque en la primera etapa de tu vida te socialicen como a una mujer normal y te orienten al amor romántico, las mujeres pueden empoderarse, seguir divinas de la muerte y, a la vez, convertirse en lobos de Wall Street.


En Terminator 2, Sarah Connor es la protagonista. No es una mujer cualquiera. Es una madre coraje: dispuesta a todo para salvar a su hijo y al resto de la humanidad. Es un arma de matar. Pero no es un Terminator. Tiene sentimientos. 

Esta película es de los primeros 90's. Las princesas guerras no eran lo más común, pero tampoco se nos aparece raro. Sarah sigue teniendo los atributos de "el sexo débil": recuerda cuando era una chica normal -antes de los acontecimientos- y el amor que muere en Terminator 1. Es el presente distópico, el que la fuerza a comportarse como un guerrero. No es como Erin, que decide por sí misma convertirse en lobo -claro que, Erin Brockovich, se estrenó una década después-. 

Sarah Connor en Terminartor 2: El juicio final (1991). Imagen extraída de Twitter

Frozen es una síntesis de los dos roles: Elsa es Sarah Connor -forzada a heroína por una suerte de maleficio-  y Anna es Erin Brockovich -una mujer de vuelta del amor romántico que decide entregarse a salvar y gobernar Arendelle-. Ambas divinas de la muerte, recorriendo el reino con vestidos de gala y tacones altos -a los hombres no se nos exige tanto-. 

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Es verdad que todas estas películas ponen a las mujeres en papeles muy relevantes. Y que conceden nulo valor al amor romántico. Pero, puestos a subvertir papeles y cambiar roles, podrían haber elegido algo que cuestionara también el sistema económico y social que los ha construido -un sistema que pone la violencia y el sometimiento en el centro-. 

Las tres son películas mainstream y no cuestionan el sistema que las alimenta. Sólo cambian algo para que todo siga igual: ponen a mujeres en el lugar de hombres para, de alguna manera, anular el movimiento feminista -si estas mujeres pueden, el feminismo ya no tiene sentido-. Pero el feminismo va más allá, al menos cierto sector del feminismo -el defendido por Yayo Herrero, por ejemplo-. Un feminismo que no sólo reclama el acceso de las mujeres a los puestos de los hombres, sino que demandan la puesta en valor de los trabajos feminizados: para que el hombre vaya limpito y descansado a su importante puesto de trabajo -y pueda así entregarse a sus elevadas tareas-, alguien tiene que encargarse de todo lo demás. Y ese "todo lo demás" es lo que nuestro sistema oculta, menosprecia y no remunera... Como ocurre en estas películas, donde ese "todo lo demás" no aparece -excepto, quizá, en Erin Brockovich; donde se muestra, pero no se le otorga ningún valor, dando a entender que los hijos se crían solos regándolos con dinero-.

Aún estando dentro de la pura fantasía feminista, estas películas no consiguen imaginar otros mundos, más amables, más matriarcales -que pongan la vida en el centro-. Porque lo que parecen estar diciendo es: sí, las mujeres también pueden ser cabeza de león. No importa el  sexo -si el rey es hombre o mujer- porque la gente normal, la de abajo, sigue sustentando este sistema injusto.

jueves, 25 de enero de 2018

Soñé al 1%

Soñé con un mundo donde no se cumplen los sueños.
Donde hasta los 27
puedes ser cualquier cosa:
Janis Joplin, Kurt Kobain
o ponerte a trabajar.

Soñé un mundo donde el 1% de la población
posee el 90% de la riqueza.
Soñé con vivir el sueño del 1%

Soñé un mundo de oportunidades,
un mundo de horario laboral intensivo:
9 horas diarias
6 días a la semana.
Soñé el pleno empleo,
sin vacaciones ni sueldo.

Soñé con prostitutas,
estafadores y ladrones.
Soñé con autónomos y temporeros.
Soñé la desigualdad
y sus extrañas profesiones.

¿Para qué seguir soñando...
¿Para qué seguir soñando!
Si tengo más de 27,
si formo parte del 99%,
si sólo me queda aguantar
y traer al mundo otros
que aguanten detrás.

Soñé con una gran fiesta,
alcohol, música y chuletas.

Volví al "uno dos" de mis discos:
Agila,
Fugitivos del paraíso,
Editor de sueños,
Pafuera telarañas...

Golpear una guitarra,
manchar un lienzo,
garabatear la hoja en blanco,
soñar tags HTML,
instrucciones CSS
y texto parpadeando.

Soñé con porros y más drogas.
Pensé en Amancio y Gates,
me preocupaba su felicidad
y la del resto del 1%
¿Habrían cumplido su sueño?
¿Al menos al 99%?


viernes, 20 de octubre de 2017

Hacia la nada ... ... ... .. .. .


Habría que preguntarse por qué
el beneficio manda,
el de unos pocos,
el mal de muchos.
¿Por qué es bien?
Si resulta feo:
la opresión, el abuso, la desigualdad.
¿Por qué el beneficio manda?

Vivir bien,
vivir mejor que:
Mejor que Amancio,
mejor que el futbolista,
mejor que el rey o el presidente,
mejor que el directivo,
el médico o el bombero,
el funcionario,
trabajadores por cuenta ajena,
autónomos, emprendedores,
jornaleros, parados,
prostitutos...

Competir contra.

Mientras daba cuenta de mi menú del día,
miraba en el televisor cómo Galicia ardía.

El salón estaba lleno de "clase media",
gente de provincias, oficinistas, comerciales,
jubilados... todos comíamos el mismo menú:
dos platos a elegir,
entre cuatro primeros y cuatro segundos.
El más rápido se lleva el postre...
Y así siempre...
en continuo mirar de reojo,
anhelando beneficios,
adorar al líder,
machacar al mediocre.
Venerar al avaro,
respetar al santurrón,
a los que retienen.

Y las llamas lo repetían:
-Han sido ellos los beneficiarios,
los del privilegio,
los que han estudiado...
Han sido ellos:
en sus juegos
de poder
los ganadores.
Han sido ellos...
Nos convencieron:
de que es bien bello
lo que vemos mal y feo.



Se te llevarán a ti también,
en su arrasar desenfrenado
hacia la nada...

lunes, 12 de septiembre de 2016

El Olivo, ecologismo y hormigas atrapadas en la miel

"El olivo" es una película dirigida por Icíar Bollaín. Está bien. Pero, si por algún tipo de magia negra, aparecieras en escena, sabrías de inmediato que estás dentro de una película... el lenguaje del cine, los gestos, la pose... es quizá demasiado obvio, exagerado... Y eso te hace sentir un tanto soso, impasible... Hay escenas prescindibles y personajes que no parecen encajar del todo.
Pero, la historia en sí, es muy interesante y te atrapa. Es un reflejo de la sociedad española en los años en que todo iba "bien"?: la economía crecía, la gente se endeudaba sin miedo, se construían muchas casas... Hasta que llegaron las casas sin gente y la gente sin casa... Todo iba "bien" para los que jugaban al capitalismo arrasando el mundo de siempre -el que guarda y cuida la tierra, el inframundo de las raíces...-
Pero ese inframundo también necesita que su relato sea contado desde el lenguaje del cine. Un lenguaje histérico, explícito, alegre, banal, onírico...
Quizá un economista o un tecnólogo no tengan ni la menor idea de cómo será el mundo dentro de 2000 años -seguramente imaginarán un Mundo apocalíptico-. Los olivos de la película saben cómo era el Mundo cuando el Imperio Romano se extendía hasta la península Ibérica... El progreso puede ser bastante ácido, corrosivo, destructivo... Como lo es el traumático trasplante de "El olivo": cortar ramas y raíces para encajarlo en un macetero y llevarlo al hall de una gran empresa, que quiere transmitir una imagen verde, sostenible.

Plantea la película, entre otros, el problema de la propiedad del terreno. Hay muchos modelos de propiedad en la actualidad. Pero, normalmente, el que adquiere la propiedad se siente dueño de lo que hay en ella: árboles, animales, ríos, charcas... En un contexto capitalista es muy difícil hacer llegar la idea de que lo que hay en un territorio transciende la vida humana: que es necesario para que la vida humana exista tal como la conocemos y que destruir o alterar, destruye y altera también nuestra forma de vida... Es la lucha ecologista que viene perdiendo batallas desde sus inicios en el siglo pasado. En grandes escenarios como las selvas tropicales, arrecifes coralinos, los polos...
Aunque estas batallas también transcurren en pequeños escenarios. Y hay algunos de ellos donde las batallas se ganan: por ejemplo en las zonas rurales donde se practica una agricultura y ganadería familiar.
Yo he vivido durante años en un pueblo, donde no existen una agricultura o ganadería industrial, sino que tiene más bien un carácter familiar, o como complemento a otros ingresos.
Los ganaderos y agricultores son crueles, no les tiembla el pulso con el cuchillo o la motosierra. Pero, el que tiene olivos, los cuida y quiere tener una gran producción. Al igual que quien tiene ovejas quiere que sus corderos crezcan sanos y se alimenten de la hierva del campo -porque es comida gratis-...
Otra cosa es que se los seduzca con venenos o especies exóticas, se atemorice con plagas, se presione económicamente para aumentar los rendimientos o se minusvalore y denigre su trabajo porque es algo físico -olvidando el gran conocimiento del medio que es necesario, un conocimiento no formalizado, transferido a menudo por imitación, sin seguir el afamado método científico-. Es por eso que digo que aquí la batalla ecologista se ha ganado, porque el que vive del campo quiere conservarlo, porque vive el campo, lo Ama... Una de las mayores amenazas que sufre este microcosmos, es el ninguneo de sus profesiones, casi siempre marginadas -por embrutecidas: paletos e ignorantes-, apartadas de los organismos de poder, víctimas de políticas estatales o europeas que están sometidas a intereses totalmente fuera del control de la población local.

Es lo que le ocurre al anciano que no quiere vender su olivo, porque ese olivo no es suyo... Él se queda con la producción del árbol, a cambio de cuidados. El olivo lleva en ese terreno más de 2000 años y ha visto pasar infinidad de familias a recoger sus aceitunas... ¿Qué derecho tiene nadie a arrancarlo o cortarlo? No es sólo una cuestión de hippies verduleros... es una cuestión que afecta nuestra forma de vida, nuestro ser en el Mundo -al que hemos ido adaptándonos durante millones de años-. Un Mundo que nos ha modelado, que sentimos con nuestra piel, respiramos, bebemos, comemos, vemos... ¿Qué necesidad hay de venderlo por intereses pasajeros? ¿Qué necesidad hay de sacrificarlo en el altar del progreso?


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Estas hormigas surgieron de su inframundo para quedar atrapadas en un bote de miel mal sellado. El escenario era dantesco: Los cadáveres, casi intactos, flotaban en el líquido ambarino mientras los insectos vivos seguían hundiendo sus mandíbulas en la dulce muerte.
A mí no me importaba un carajo el destino de esos bichos, sólo quería un poco de miel para endulzar mi café. Eché los cadáveres a un lado y conseguí una cucharada limpia de hormigas.