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lunes, 18 de marzo de 2019

La sangre del cordero

Recordaba haberme cortado muchas veces. Siempre he estado rodeado de objetos punzantes y afilados. Siempre me había manejado con poco cuidado, como si fuese un reptil capaz de regenerar cada una de las amputaciones.
Pero, esta vez, al ver correr la sangre y atisbar las consecuencias, pensé: -Podía haberlo evitado fácilmente y, ahora, por las prisas y dejarme llevar por la rabia, voy a tener que prescindir de esa parte de mi cuerpo lo que me resta de vida.

Así que, recogí el dedo meñique que flotaba en el charco de sangre del cordero que acababa de matar y me dirigí al botiquín.
El muy cabrón me había propinado una patada en la cara mientras le clavaba el cuchillo por debajo de la oreja y, de la mala hostia que invadió, le rajé el cuello. La muerte fue rápida, y también lo fue la amputación del dedo de la mano con que sujetaba su cabeza.

Parecía un corte limpio, vendé la mano como pude, eché el dedo al bolsillo, me monté en el coche y conduje hasta el hospital más cercano, en una localidad a unos 50 kilómetros .


-No podemos hacer nada. El dedo está perdido. Tendrá que apañárselas con los que le quedan.

Me desinfectaron la herida, la cosieron, me pincharon algún analgésico y me volví por donde había venido.
Cuando llegué al lugar de los hechos... El cordero no estaba, sólo quedaba el charco de sangre.

-¡Fantástico! En menos de un segundo he perdido un dedo y un borrego. Un día redondo. Verás que risas cuando lo cuente en casa.


Se había hecho tarde, con las prisas y la intensidad de la situación no había llamado a nadie y, allí, en medio del campo, donde teníamos el establo para los animales, no había cobertura.
Así que me tocaba conducir de noche, herido, ensangrentado y oliendo a lana y mierda de oveja. No me gustaba conducir de noche por esas carreteras tan solitarias.
-Bueno, pondré el CD de "Nine inch nails" y haré como que me desplazo en una peli de David Lynch...

Cuando llegué a casa y aparqué el coche en el garaje, Sky -nuestro gato- no salió a recibirme.
-Qué raro, si no suele moverse de aquí...
De repente me vino la imagen de un bulto blanco en el arcén de la carretera, justo a unos metros de la entrada a nuestra calle. Caminé en esa dirección llamando a Sky.
-¡Sky! ¡Sky!...
Cuando llegué a la carretera, se confirmaron mis sospechas. El bulto blanco parecía un animal muerto y sangre fresca salpicaba el asfalto. Seguro que se trata de Sky...
Caminé hasta él... ummm.... Parece demasiado grande para ser un gato.

No llevaba linterna ni chaleco y no había luna, así que, la carretera estaba totalmente a oscuras...
Algo se movía, me acerqué más. De pronto... Pasó un camión inundándolo todo de una luz blanca muy molesta.
El bulto se incorporó, vino una ráfaga de olor a chuches y gominolas.
Aquello no era Sky -¡Era el cordero!
Clavó sus ojos degollados en los míos. Tenía la lana del costado derecho teñida de sangre seca y un dedo meñique le brotaba del cráneo agitándose como una serpiente.

Un hilo de sangre coagulada le colgaba de la boca. Mientras realizaba movimientos entrecortados, con una voz aguda y metálica, dijo:

-Soy un unicornio. Puedo concederte un deseo...

-¡Devuélveme mi dedo maldito cabrón!


lunes, 19 de marzo de 2018

Lo siniestro de las encinas centenarias y referentes cinematográficos


Decía Freud que "lo siniestro causa espanto precisamente porque nos es familiar". Y tiene tremendo valor estético: lo oscuro, violento, sangrante... David Lynch lo explota muy bien en sus películas.


Como esta visceral escena de la anciana: horrorizada ante los pies cercenados de sus compañeras.

Dehesa de Herrera del Duque atropellada por el nuevo tramo de circunvalación hacia el polígono industrial.

Ni Leatherface hubiera desatado tanto ensañamiento en una matanza fuera de Texas.

En una de las escenas de "Inland Empire", el celoso e influyente marido de Nikki advierte al apuesto Devon:
"Hay consecuencias para cada acción. Y, sin duda, también hay consecuencias para las malas acciones. Y serán oscuras e inevitables. ¿Por qué hay necesidad de sufrir?"

Pero el miedo a lo desconocido no nos paraliza, y continuamos con nuestra obra: arrasamos montes, asfaltamos caminos, quemamos nidos, construimos fronteras, oprimimos al pobre, marginamos al diferente y generamos millones de kilovatios de Electricidad... Nada consigue saciar nuestra ansia de expansión.
Y no es que desde este blog tengamos nada en contra de la Electricidad. Pero resulta muy poético reparar en toda esa energía, desplazándose por los campos... hasta llegar a las tomas de nuestros hogares.
Será por ello que en la tercera temporada de Twin Peaks, la Electricidad, juega un papel fundamental. Algo así como la puerta de la caja de Pandora. Parcialmente controlable si la mantienes cerrada. Pero, al abrirla, todos los males se escapan irremediablemente y se esparcen por el Mundo entero, en una gran explosión termonuclear.

"Así y todo, existe la magia". Es mágico que estas encinas centenarias se mantengan en pie, en un terreno tan duro y seco. A pesar de nosotros -y las heridas que infligimos-, a pesar de que con nuestro ganado no dejamos que sus retoños levanten un palmo del suelo. A pesar de que no nos tiembla el pulso para acabar con estos árboles -catedrales vivas-, que ya estaban ahí antes que nuestros abuelos vinieran al mundo.
Quizá, si hablasen, podrían contarnos historias tan increíbles como la del replicante Roy, en Blade Runner, justo antes de morir:
-"Yo... he visto cosas que vosotros no creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Todos esos momentos se perderán... en el tiempo... como lágrimas en la lluvia..."

Twin encinas en dehesa de Herrera del Duque

Pero lo siniestro se nos ha vuelto demasiado familiar. Ya es solo un aspecto más de lo cotidiano, como los inmigrantes que se ahogan en el mar, las guerras en oriente próximo o los ensayos nucleares en el Pacífico... Si esos son nuestros referentes ¿Por qué habría de dolernos el grotesco cadáver de una encina, con las ramas por los suelos y las raíces clamando al viento?
Quizá no nos duele porque nos creemos a salvo de nuestra propia falta de escrúpulos. Pero "hay consecuencias para cada acción..." y nuestra ciencia y tecnología no parecen suficientes para eludir los oscuros efectos.

jueves, 20 de abril de 2017

El mito del nacimiento de Laia, la arquera

Sophia ya tenía casi 4 años. Recordaba haber escrito un relato/crónica de su nacimiento. Un relato sangriento. Fue impactante que aquel período cálido y suave de nueve meses finalizara con tanta violencia, en una fría sala de hospital.
Nunca simpaticé con médicos y hospitales: con su ciencia de la enfermedad, sus técnicas de cortar y recomponer...

Pero, esta vez, las cosas fueron mucho más fluidas. Y fue gracias a Ellas:
Laia era la segunda; Sophia ya había atravesado el canal del parto; Laia era más pequeñita, llevaba meses cabeza abajo, preparada para salir, en la fecha prevista. "Ella" era fuerte, decidida y llena de energía.

Las "contradicciones" comenzaron rápidas y continuas, a las 9 de la mañana. A las 10:30 ya estábamos en urgencias del hospital. Era un sábado de Semana Santa, la ciudad estaba vacía (una ciudad de interior, de clima caluroso y seco).

Una bata blanca, con tono irónico y jocoso, nos hace esperar. Pide informes, análisis, consentimientos... Ella va a vomitar al baño... Finalmente, nos hace pasar a otra sala, donde una bata verde la invita a subir a una de esas sillas con extensiones metálicas para apoyar las piernas... Confirma lo que ya era obvio: -Está de parto!-
Vías, anestesias, botes de suero... Batas de diferentes colores pasan relajadas a nuestro alrededor.
Aquí todo el mundo tiene su mini-función, como en una gran cadena de producción.

Al rato llega la doctora, es amiga, la conocemos del pueblo, eso hace todo más fácil.
Nos llevan al quirófano. Un chaval joven y simpático conduce la camilla.
Dentro encienden un gran foco que apunta justo a la entrepierna de Ella. En dos o tres contracciones Laia asoma la cabeza. El cordón viene enrollado al cuello, así que la doctora lo corta. Un empujón más y... Ya está! Laia de cuerpo entero ¡Alumbrada! Por el gran foco del quirófano. La dejan encima de Ella. Envuelta en fluidos viscosos. Se mueve, tiene todo en orden. Por fin nos relajamos, reímos... la llevan para limpiarla y abrigarla, rompe a llorar... -¡Qué llanto tan hermoso! - ¡Qué sana está!

La magia de la vida: un cuerpo que sale de otro cuerpo. Del cuerpo de Ella aún seguían saliendo: el cordón, la placenta, fluidos, sangre... La fábrica de bebés se desmantelaba.

En la sala estábamos eufóricos. Por fin Laia, la arquera, había dejado volar su flecha de risas y llantos hasta nuestros corazones frenéticos. La magia se había completado, con gran alborozo y pirotecnia.

En la puerta esperaba mi hermana, habíamos ocupado su casa durante dos semanas para estar cerca del hospital.
Las abuelas reían ilusionadas, como un niño con su juguete nuevo...

Pirotecnia de flores de Lampranthus, en el jardín Botánio, el de la estatua metálica.

jueves, 31 de octubre de 2013

Sueños sangrientos en la víspera de Halloween

Habíamos estado todo el día de excursión para llegar a aquel lago glaciar. Era un atardecer al sol que da calor, al aire fresco y limpio de la alta montaña. No acababa de comprender cómo podíamos haber subido tantos víveres: Chuletas de cerdo, panceta, cerveza, pan... -Sí, somos una pareja con anchas espaldas y piernas recias-.
Me acerqué a la orilla del lago, mientras mi mujer seguía organizando todo lo que habíamos porteado. El agua estaba en calma, como un espejo donde se miraban las nubes y reflejaban los últimos rayos de sol.
Una pequeña rapaz sobrevolaba el lago, con aleteo errático, como de murciélago... extraño para un ave -pensé-. De repente se abalanzó sobre el lago y capturó un pescado. Con peculiar vuelo se acercó a mí y me dejó la presa al lado, invitándome a comer.
- No, gracias. Mejor que lo comas tú, seguro que te hace más falta. -Dije pensando en la comida que habíamos llevado hasta allí-.
Pero el águila, alconcillo, o lo que carajos fuese aquello! no parecía comprender. Se alejó, se comió el pescado, y continuó con su revoloteo errático por el lago.
Al cabo de unos minutos, llegó un gato a beber... Y ocurrió algo que no podía creer: La rapaz pareció aumentar de tamaño, se abalanzó sobre el felino, clavándole las garras de ambas patas en la columna vertebral, y partiéndola en un certero y diabólico movimiento.
Volvió a acercarse a con su presa, la dejó a mi lado. Esta vez no me atreví a rechazarla. Le dí las gracias y miré con desconcierto al gato, de un parduzco oscuro, era salvaje -no cabía duda...-
- ¿Qué hago yo con esto?
Me imaginaba cortando las manitas del gato y arrebatándole la piel, las tripas... Pero ¡Cómo le explico a mi mujer que nos vamos a comer un gato! En nuestra cultura los gatos son mascotas, no alimentos (¿Cómo le explico eso a esta pequeña rapaz!).
Por otro lado... ya está muerto, sería un desaire (no sólo hacia el ave cazadora, sino ante la Madre Tierra) dejar que se pudra sin más...


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Un oso grizzly bailaba sobre sus dos patas traseras, bajo mi ventana. Mientras repartía zarpazos sangrientos en la cara de gente que miraba. Todos reían: En cuclillas para recoger sus propios ojos, sus tripas... Los violines y acordeoncillos no dejaban de sonar... más y más fuerte. Y el oso no paraba de girar, destruir... picando carne para las alborotadas gaviotas, gaviotas sin alas, sobre un suelo de tierra gris coagulada.

domingo, 4 de agosto de 2013

Crónica de un nacimiento sangriento

Lo recuerdo como si fuera invierno -en los hospitales siempre es invierno- a pesar del calor y la humedad de finales de Julio.

Por la mañana habíamos ido a un control rutinario, Ella estaba pasada de cuentas -una semana-. Y ya se sabe: Los doctores tienen sus estándares, sus tablas y sus estudios de la normalidad... Así que la doctora se enfundó unos sépticos guantes cualesquiera y, con ojos y sonrisa de sádica sedienta de sangre, introdujo unos cuantos dedos en la vagina de Ella. Mientras apretaba, hurgaba y removía las entrañas -de todos-, jocosa decía: —Esto te va a doler, pero es por tu bien.
Yo me fui de la consulta con el regusto de haber sido violado, con escozor en la entrepierna y congoja en el vientre. Ella también, lo llevaba dentro.
Nos dieron un día de plazo: —Si no sale por su cuenta, iremos a por ella (era una niña). Y la sacaremos, sea como sea, no te quepa la menor duda.

—Es la doctora, ha hecho el seguimiento, sabe qué es lo mejor. Además, también es mujer, tiene hijos, sabe de qué va esto... es dulce y educada.
—Sólo queríamos traer vida, porque el mundo se estaba quedando sin gente (gente buena).
—Parece que siempre tiene prisa, sigue su manual, es algo rutinario, aunque lo trate de personalizado... coge la pasta, corre y vete! -

Estos y otros pensamientos nos acompañaron en la vuelta a nuestra monotonía. Yo volví al curro -no quedaba lejos-. Pero sabiendo que, a más tardar, al día siguiente sería padre, no era fácil avanzar en tareas complejas... así que me centré en lo simple, lo mecánico...

Pasadas unas horas recibí una llamada. —¡Era Ella!—. Las maniobras de la doctora habían surtido efecto... o quizá fue la angustia de no saber parir. Debe ser duro cuando te dicen: —Lo estás haciendo mal, estás tardando mucho, no vas a llegar al deadline. Y que, eso que no te van a dejar hacer por ti misma, sea alumbrar a tu propia hija... La odiosa actitud de los que se dedican a dictar y seguir la norma, sin razones, sin porqués, sin profundizar el caso concreto.

Fui andando hasta la clínica, bajo el sofocante y pegajoso calor de aquella ciudad costera. Mi hermana venía con Ella en el coche. Me dijo que sufría fuertes "contradicciones" -durante todo el embarazo tuvimos aquella coña:  contradicciones por contracciones-.
Y realmente viene muy al caso tener "contradicciones" durante el embarazo, porque es todo muy suave, progresivo... bonito. Aunque sabes que para completar el proceso hacen falta dolor y sangre; y lo que vendrá después no será un estado transitorio, sino algo que, en el mejor de los casos, será para toda la vida.

Cuando vi la cara de Ella, supe que iba en serio, que era el momento... Mi hermana conducía, bromeaba y reía. Supongo que es lo que nos ha quedado después de una educación demasiado seria: la risa y despreocupación en los momentos de "crisis", en las situaciones en las que sólo puedes seguir el curso de los acontecimientos, porque muy poco depende de ti. Y se agradece, porque además siempre ha habido gran complicidad entre los tres.

Nos dejó en la puerta de la maternidad y se fue a aparcar el coche.

En la cuarta planta nos separaron, supongo que querían asegurarse de que no era una falsa alarma. Yo estaba convencido: porque Ella nunca se quejaba por ningún dolor, y en aquel momento no podía ni hablar.

Me hicieron ponerme ropa de hospital y me dejaron pasar a verla. Estaba semitumbada en una camilla. Bolsas con líquidos transparentes colgaban de extraños percheros, tubos sinuosos enviaban el contenido directamente a su aparato sanguíneo, taladrado por varios aguijones de metal. Habían máquinas que mostraban señales periódicas -en amplitud y frecuencia-  y emitían pitidos regulares. ¡El tensiómetro comenzó a hincharse inesperadamente... La sala era totalmente interior, oscura y fría. Las marcas de los fabricantes de aparatos médicos distraían nuestra atención...

A pesar del escenario futurista, todo era normal, el alumbramiento seguía su curso natural -aunque nada en aquella sala parecía natural-. El anestesista preguntaba si sentía dolor, la matrona hacía tactos regulares: —Tres centímetros! —Cuatro! —Cinco!

Al cabo de un par de horas llamaron a la doctora, la misma que nos atendió en su consulta esa mañana. Cuando llegó, se dio por iniciado el parto. Y durante media hora fue como en las películas:
—Cuando te venga la contracción empuja!
—Venga, que viene ¡Empuja!
—Ahhgg!!
—Muy bien, ya va saliendo! Se le ve la cabecita.
Yo estaba a su espalda, ayudándola a incorporarse cuando venía el momento de apretar. Las matronas le presionaban el vientre, con tanta fuerza que me dolía a mí también.

Pero aquello era un proceso lento, así que la matrona jefe y la doctora se lanzaron una mirada de perversa complicidad: —Pobrecilla, no va a poder, necesitaremos la artillería pesada. Los ojos de la doctora se abrieron como platos y se iluminaron con el mismo destello que desprendían sus incisivos artilugios metálicos.
En cinco minutos aquello se convirtió en una sala de operaciones: Tijeras, bisturí, mascarilla, guantes, sábanas de plástico azul... —Ya no hace falta que empujes, deja esto en manos de los profesionales.
Un corte por aquí, unos fórceps por allá y... Voilà: Apareció Sophia! Toda blanca, envuelta en fluido viscoso, todavía unida a su madre por el cordón umbilical -que se apresuraron a cortar como si se tratase de un peligroso ofidio-.
La doctora, oculta entre las piernas de Ella, estiraba del cordón para sacar la placenta. A la vez, preparaba el material de costura para remendar el estropicio.
Con el hilo y la aguja maniobraba como una mantis lamiendo sus patas delanteras después de devorar a la víctima.

La matrona se llevó a la niña bajo una minicamilla e introducía unos tubos flexibles por la boca y nariz de la recién nacida, como si estuviese desatascando el fregadero.

Nos enseñaron fugazmente a la niña y se la llevaron: —Debe verla el pediatra. Es algo rutinario, todo está bien. Con cara de desconfianza e impotencia me quedé con Ella, con gasas manchadas de sangre por todas partes, mientras la doctora cosía el canal del parto.

Todo se había salido de Madre! La extrema violencia había visto nacer un nuevo ser.

Años más tarde del brutal nacimiento, Sophia, guiada por las incisiones de dolor en su subconsciente, asesinó, descuartizó y volvió a recomponer a sus amantes padres.

viernes, 26 de abril de 2013

Matar moscas con un palo

Es como matar moscas con un palo, al final te acabas dando. Y no importa si garabateas en un papel retratos que no lo parecen, mapas en el cielo, o palabras que no dicen nada (porque nadie las va a leer)


- ¡Das pena! Con tu caminar a tumbos, con tus esfuerzos siempre en la dirección equivocada.
- ¡Te miro mal! Me molestas! Con tu no ser como los demás te decimos que seas.
- ¡No has comprendido nada! Vas de intelectual y la vida es algo material, económico, mundano... ¿Por qué no decirlo? Es algo feo.
- Tus vómitos y diarrea tipográfica no tienen finalidad, te consumen y afean la personalidad. Levántate y trabaja! no tienes la casta ni la genialidad.


Autoayuda no me ayudaba lo más mínimo. La voz de mi conciencia siempre me mandaba a la mierda.
Para colmo, las convulsiones recorrían el lado izquierdo de mi cabeza. No sabía cómo lo hacía, pero siempre somatizaba en tics breves, concisos, casi imperceptibles... Como ese espantar las moscas las vacas... con su agitar la piel en el lugar preciso. Como a mí, que mis pensamientos y mis visiones me producían azogue, pero por más que sacudía el párpado o convulsionaba el pellejo del cráneo, lo único que conseguía era azuzar mis miedos. Estaba al borde del colapso.
Y no era porque las cosas fuesen mal. Era lo de siempre, iban demasiado despacio. Seguía arrastrando las prisas, el no parar quieto, el quererlo todo de golpe. No había aprendido a tirarme en el sofá a engullir televisión. Eso me hacía aún más extraño de cara a los demás.

Por si no fuese suficiente con la oscuridad psicológica y los síntomas fisiológicos. Llegaron días de niebla, pero sólo allí, alrededor de mi casa, en mi pueblo, que cada día se me hacía más hostil. La gente eran cardos repartiendo pinchazos afilados de rencor. Pero yo era Pacífico, un perro lleno de pulgas o problemas. Desencadenaba sentimientos enfrentados: asco y pena, pero ambos igual de hirientes. - ¡Maldito invierno!

Me marché. No soportaba tantas voces dentro de un espacio tan pequeño. La niebla no desapareció hasta que crucé la frontera de mi comarca. Y me acordé de una novela de Stephen King, en la que una niebla maligna envolvía la zona y la inundaba de repulsivos monstruos. Eso mismo ha pasado en mi pueblo, estaba lleno de niebla y monstruos.
Pero con la luz todo cambió: Aparecieron las dehesas, el sol alegraba los rostros y los pájaros cantaban una alegre canción. Aquella casita en el campo era el refugio perfecto, un lugar donde quedarse al margen, donde coger carrera y escuchar las voces de la naturaleza.

Estaba en estado de abandono. Desde que vendí el ganado casi no pisaba por allí, y habían proliferado las arañas entre los destrozos de las ratas.
- Ya tienes tarea! Limpia! - La mala conciencia, siempre con sus órdenes absurdas.
- Pues ahora no limpio porque no me sale de los cojones! - Pero el maldito invierno seguía con sus codazos de frío, y no me quedó más remedio que poner un poco de orden. Porque el interior de la caseta olía a orín de rata, y las ratas me dan asco y miedo.

- Antes de lanzarme a la tarea me fumaré un porrito. - Pensé jocoso.
Es arriesgado fumar antes de haber acabado con las obligaciones, sobre todo si hace frio y la casa está llena de ratas tan grandes como conejos... - Chiiiii - Escuché sus afilados chillidos. Estaba paranoico y todavía no había dado ni una calada.


Los monstruos habían llegado allí. A pesar de los rayos de sol incidiendo en perpendicular sobre las heladas piedras, las pegajosas jaras y las proliferantes setas,  mis visiones ensombrecieron aquel lugar. - Y... aquello que se acercaba por el horizonte... ¿No era también niebla?


Al final, sus miedos eran la realidad y los malos no eran los demás. Locura crecía a sus pies y el pozo más profundo de su cabeza se había secado de tanto leer. - A galopar! ¡A galopar! - Gritaba mientras espoleaba a su ficticio Rocinante de huesos de rata.

domingo, 25 de noviembre de 2012

Delfines de ciudad

Sintió una cálida humedad en los pies:
Cuando bajó la vista al firme del salón... quedó absorto en el agua transparente que le cubría hasta las rodillas. Las diminutas olas reflejaban bucólicos rayos de sol. El parquet parecía recién encerado. -¿Cómo había llegado ese agua allí?- Resultaba increíble que un pequeño piso interior, en medio de Madrid, pareciese más una paradisíaca isla del Caribe.
Al mirar hacia el pasillo, pudo ver cómo dos delfines se acercaban felices, haciendo toda clase de cirigonzas, riendo, cantando...
Nadaban a su alrededor como alegres cachorritos. -Ven aquí pequeñín!- Les gritaba y silbaba para que saltasen: -Más alto! Una voltereta!- Eran incansables.
De pronto, cayó en la cuenta de que había demasiados muebles en la sala. -Los delfines podrían herirse.- Pensó.

Se escuchó un gran golpe y, luego, sólo calma: Uno de los delfines se había hostiado contra la mesa más sólida del salón (con diferencia el mueble más caro de aquella ratonera). Flotaba inmóvil. -¿Estaría muerto?-
Su compañero le observaba extrañado, sin saber qué había pasado ni qué hacer. Así que él, el humano, el único ser inteligente y con capacidad de raciocinio de la sala, se acercó al delfín herido y comenzó a zarandearlo, con la intención de hacerlo reaccionar. Y lo hizo! no estaba muerto! sólo conmocionado.
Se alejó para dejarle espacio. Parecía drogado (nunca había visto un delfín drogado, pero seguro que se movía como lo hacía el delfín de su salón).

Aún así, el desasosiego le removía las entrañas: sabía que algo no iba bien, que lo que acababa de presenciar debía tener consecuencias, y que estas serían oscuras y dolorosas... La sala había dejado de ser una apacible isla del Caribe y había vuelto a convertirse en el sucio nido de cucarachas de siempre.
El delfín sacudió bruscamente la cabeza -en un espasmo casi diabólico-. Un hilo de sangre brotó de su hocico. En el agua la sangre resultaba mucho más escandalosa. Después: otro espasmo. Empezó a vomitar sangre, en coágulos y borbotones. Todo se tiñó de rojo.

Tenía que hacer algo! Y rápido! El nivel de agua descendía... Cogió en brazos al delfín herido, el otro le seguía inexpresivo.

En la salida del edificio, el portero charlaba tranquilamente con uno de los vecinos mientras sostenía el cepillo entre las manos (frente a un montón de ocres hojas fruto de un soleado día de otoño). -¡Deprisa!! ¿Puede llamar a una ambulancia? Este delfín está mal herido, hay que llevarlo a un veterinario!- Félix, el portero, no se extrañó lo más mínimo; llamó a una ambulancia, que se presentó a los pocos minutos. Durante la espera hablaron de los escasos veterinarios de delfines que existían en la ciudad. -Antes no era así, antes a la gente le encantaba los mamíferos marinos: focas, cetáceos, nutrias y manatíes... los parques estaban siempre llenos de familias con sus mascotas. Pero con la crisis...-
-¡uuuuh, uuuuh!¡niinoo,niinoo! - Uf! Por fin la ambulancia.- Los operarios montaron al delfín herido en una camilla, el otro permanecía a su lado. No hubo preguntas: la sangre hablaba por sí sola. Les soltaron algunos mensajes tranquilizadores, de esperanza... Y se dilulleron a toda velocidad en el tráfico de la ciudad.

domingo, 22 de abril de 2012

Hoy solo tenía imágenes


Fantasmagóricas, de miedos y anhelos...
atrocidades y experimentos.
Dioses que nos dan la espalda,
mientras atendemos a la farándula y
hasta nos arrancamos los ojos,
evitando fijarlos en la hemorragia.

Gallos de pelea que no quieren más guerra.
El pueblo suplicando recomponer sus tripas
y un tiempo para cerrar las heridas.
¡No más banderas marcando la tierra!

La Naturaleza decapitada...
está que hecha chispas.
Condescendiente e inocente
nos regala corazones,
flores, frutos y formas 
de los más variados colores,
travestidos cordero-dragones
libélulas taurino-depredadoras...

Pero los sapos-reyes,
los vampiros de corbata:
erre que erre
- Que no se descansa!
¡lucha y trabaja! -


miércoles, 28 de marzo de 2012

Sangre de TIC

En el navegador siempre había una pestaña en blanco. Como en sus cuadernos, de los que no le gustaba utilizar la primera hoja. Tenía la extraña manía de no dejar nada del todo cerrado. Le causaba desasosiego no ver alguna puerta abierta, la claustrofobia de estar atrapado en el momento presente, en el lugar de siempre.
Hasta que un día, aquella pestaña comenzó a sangrar, sangre de bits, rojo sobre fondo negro. -¿Y por qué no?- Se preguntó mientras observaba impávido aquellos regueros de sangre. -Llevo tanto tiempo aquí sentado, yendo de un sitio a otro, del facebook al correo, a noticias que nunca leo completas, a pequeños pedazos de cosas que pasan fugaces por mi electrizada cabeza. ¿Por qué no se va a empañar la pestaña con sangre de TIC?-.

Y, cómo no... empezó a rascar con el dedo. Por fin algo interesante en la pantalla de su ordenador, más incluso que el fondo azul y caracteres blancos de aquel sistema operativo que un día tuvo, güindous lo llamaba. -¡Puto virus!- En su nombre había sacrificado cientos de teclados, a base de violencia mal contenida.

Al rascar, también la pantalla se puso a sangrar, su dedo se rompió y borbotones de palabras hicieron charco en su escritorio. Por un momento le invadió el miedo: Alguna vez le habían dicho que podían salir las tripas por cualquier herida. Y siempre se lo había tomado a broma, sólo que ahora, mirando el charco del escritorio, de palabras escatológicas y bits herrumbrosos vio peligrar sus entrañas. De alguna manera ya estaban allí, en aquel charco rojo oscuro de bits, caracteres, palabras... tripas. Eso era él: un destripador sanguinolento, un asesino de pasados siempre mejores y futuros estables.

Se desvaneció, uno no puede sangrar eternamente, ni estar asomado al fondo de un abismo sin acabar demente. De la demencia al desvanecimiento. -¿Quién va a rescatarme de este pantano de bits y sangre! Las palabras se han escurrido entre mis dedos y soy prácticamente un saco de muerte. ¡Tengo frío! ¡Tengo miedo! La culpa es mía por rodearme de seres inertes-. Mientras se lamentaba en el fondo de su abismo, la pestaña sangrante recuperó la cordura, otra vez en blanco y la barra del navegador impoluta ¿Qué nuevos mundos le aguardaban? ¿Qué nuevas fantasías y pornografías habría más allá del píxel en blanco?
El charco se coaguló en un pesado bloque de bits y palabras vacías, su dedo se reparó. Pero ahora el brazo derecho era más ligero, estaba fuera de control. Así que se acordó de David Lynch, de Laura Palmer y del acto de masturbación. Se sentía más violento, más humano. De repente, quería buscar trabajo, ganar más dinero y actualizar su facebook solo con casos de éxito. Así que navegó, siempre en la misma pestaña, con un objetivo entre las cejas. Sin el peso de las letras o las tripas... sin el calor de la sangre, se posó en la cima de La Montaña de cadáveres.